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Se fue, pues, muy satisfecha de sí misma, y a la mañana
siguiente se hizo evidente el resultado de su decisión. Eduardo,
aunque algo violento aún por la excesiva animación de
Catalina, había cejado en su enfado, y hasta consintió en que
ella fuese aquella tarde con Isabel a Cumbres Borrascosas. Ella,
en cambio, le mostró tanto amor y le hizo tantas caricias, que la
casa durante varios días fue un paraíso.
Heathcliff —en realidad debo decir ya el señor Heathcliff— era
discreto al principio en las visitas que hacía a la Granja de los
Tordos, como si midiese hasta dónde podía llegar con su
presencia sin incomodar al señor. Catalina, a su vez, procuró
moderar sus transportes de alegría cuando llegaba él, y así
consiguió Heathcliff imponer su asiduidad. El carácter
reservado que le distinguía desde la infancia le permitía
reprimir la exteriorización de su afecto. Mi amo se sosegó
momentáneamente. Pero pronto había de encontrar motivos de
inquietud.
El nuevo manantial de sus desventuras fue el amor que de
repente sintió Isabel Linton hacia Heathcliff. Isabel era una
hermosa muchacha de dieciocho años, de apariencia muy
infantil, muy inteligente y también de genio muy violento si se la
irritaba. Su hermano, que la quería mucho, quedó consternado
cuando notó sus sentimientos.
Aparte de la bajeza que significaba un matrimonio con un
hombre ordinario y la posibilidad de que sus bienes, si no tenía
hijos, pasaran a manos de aquel personaje, el amo comprendía
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