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—¡Ni aunque me dieran un reino quisiera estar en tu caso! —dijo
Catalina.
—Elena, ayúdame a hacerle comprender que está loca. Dile, dile
quién es Heathcliff: un ser indómito, sin cultura, sin
refinamiento; un campo árido cubierto de abrojos y pedernal.
Más capaz sería yo de poner a aquel canario en medio del
parque un día de invierno que aprobar que te enamores de
Heathcliff. Mira, niña, esa idea se te ha metido en la cabeza
porque no le conoces. Escucha: no te figures que oculta tesoros
de bondad y ternura bajo una apariencia hosca. No imagines
que es un diamante en bruto o la ostra que contiene una perla,
no. Es un hombre implacable y feroz como un lobo. Yo jamás le
digo que deje tranquilos a éste o a aquel de sus enemigos en
nombre del daño que podrá causarles, sino en nombre de mi
voluntad. Si te unieses a él, Isabel, y encontrara que le estorbas,
te aplastaría como si fueses un huevo de gorrión. Es
absolutamente incapaz de amar a una Linton, aunque muy
capaz de casarse contigo por tu fortuna y por lo que puedes
llegar a tener. El vicio que le domina ahora es el amor al dinero.
Te lo he retratado tal como es. Fíjate en que soy amiga suya, y
en que si él realmente hubiera pensado en casarse contigo,
puede que yo no hubiera dicho nada, para que cayeras en sus
redes.
Pero la señora Linton miró con indignación a su cuñada.
— ¡Qué vergüenza! —dijo. —¡Eres peor que veinte enemigos,
mala amiga!
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