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—¡Caramba, qué tigresa! —exclamó la señora Linton soltándola

                  al sentir el dolor. — ¡Por amor de Dios, márchate y que no te vea

                  yo la cara! ¡Mira que mostrar tus garras a tu preferido...! ¡Eres


                  tonta! ¿No comprendes lo que él pensará? Fíjate, Heathcliff, qué

                  instrumentos de tortura. ¡Cuidado con los ojos!


                  —Le cortaría los dedos como osara amenazarme —dijo él


                  brutalmente cuando la joven hubo salido. —Pero ¿por qué has

                  atormentado a esa muchacha, Catalina? No hablabas en serio,

                  ¿eh?


                  —He dicho la verdad —repuso ella. —Está sufriendo por ti hace


                  varias semanas. Esta mañana se puso furiosa porque le

                  mencioné todos tus defectos, a fin de aminorar la pasión que

                  siente hacia ti. No pienses más en ello. Sólo me he propuesto


                  castigarla por su insolencia. La quiero demasiado, Heathcliff,

                  para dejarte que la caces y la devores.


                  —Y yo la quiero lo suficientemente poco para no proponérmelo

                  —contestó él—, a no ser que lo hiciera para proceder con ella


                  como un vampiro. Oirías cosas extraordinarias si yo viviera con

                  esa asquerosa muñeca. Lo habitual sería pintarle en la cara

                  todos los colores del arco iris y ponerle a menudo negros esos


                  ojos azules tan odiosamente parecidos a los de su hermano.


                  —Pero ¡si son deliciosos! —dijo Catalina. —Son ojos de paloma,

                  ojos de ángel...


                  —Es la heredera de su hermano, ¿no? —preguntó él tras un


                  corto silencio.






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