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cólera y me faltó poco para llorar. Saqué una naranja del
bolsillo y se la ofrecí. Dudó un momento, y, de pronto, me la
quitó bruscamente de las manos, como si creyera que
intentaba engañarle. Le mostré otra, pero guardándome bien
de ponerla al alcance de su mano.
—¿Quién te ha enseñado esas bonitas palabras, hijo? —le
pregunté. —¿El cura?
—¡Malditos seáis el cura y tú! —contestó. —¡Dame eso!
—Si me dices quién te ha enseñado a hablar así, te lo daré.
—El diablo de papá —replicó.
—Y papá, ¿qué te enseña? —seguí preguntando.
Se lanzó sobre la fruta, pero yo la quité pronto de su alcance.
—Nada —me contestó. —No quiere que esté a su lado, porque
reniego de él y digo palabrotas.
—¿Y es acaso el diablo quien te enseña a maldecir a papá?
— ¡Ah!, no.
—¿Quién entonces?
—Heathcliff.
Le pregunté si quería al señor Heathcliff y me dijo que sí. Al
preguntarle los motivos, repuso:
—Porque él trata mal a papá, como papá me trata a mí, y
porque él reniega de papá, como papá reniega de mí, y porque
me deja hacer todo lo que quiero.
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