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a la casa, y, creyendo que nadie le veía, tuvo el descaro de

                  besar a Isabel.


                  —¡Oh, judas, traidor! —proferí. —¿Conque eres también un


                  villano, un hipócrita seductor?


                  —¿Qué pasa, Elena? —dijo Catalina, que entraba en aquel

                  momento, sin que yo, absorta en la escena que contemplaba, lo

                  hubiese notado.



                  —¡Su miserable amigo! —exclamé furiosa. —¡El villano Heathcliff!

                  Ya entra; nos ha visto... ¡A ver qué excusa le da a usted para

                  explicarle por qué hace el amor a la señorita después de haber


                  dicho que la despreciaba!


                  La señora Linton vio cómo Isabel se soltaba y echaba a correr.

                  Heathcliff entró inmediatamente. Yo di rienda suelta a mi


                  indignación, pero Catalina me mandó callar, amenazándome

                  con expulsarme de la cocina.


                  —¡Cualquiera diría que tú eres la señora! —exclamó. Procura no

                  meterte en lo que no te importa —y agregó, dirigiéndose a


                  Heathcliff—: ¿Qué te propones? Ya te he advertido que dejes en

                  paz a Isabel. Prescinde de hacerlo, a no ser que te hayas

                  cansado de venir aquí y quisieras que Linton te prohíba la


                  entrada.


                  —¡Dios lo quiera! —contestó el rufián. —¡Le odio cada día más!

                  Si Dios no le conserva paciente y pacífico, acabaré por no

                  resistir el deseo que siento de enviarle al otro mundo.









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