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C A P Í T U L O XI
A veces, meditando sobre estas cosas a solas, me levantaba,
poseída de un súbito terror, me ponía el sombrero y se me
ocurría ir a ver lo que sucedía en Cumbres Borrascosas. Tenía la
convicción de que mi deber era hablar a Hindley de lo que la
gente decía de él. Pero cuando recordaba lo empecinado que
estaba en sus vicios, me faltaba valor para entrar en su casa,
comprendiendo que mis palabras sólo podrían surtir efectos
muy dudosos.
Una vez, yendo a Gimmerton me desvié un tanto de mi camino
y me paré ante la cerca de la propiedad. Era una tarde clara y
fría. La tierra estaba desolada por el invierno y el camino se
extendía ante mi vista endurecido y seco. Llegué a una
bifurcación del sendero. Hay allí un jalón de piedra arenisca que
tiene grabadas las letras C.B. en su cara que mira al norte; G.,
en la que mira al este, y G.T. en la que da al sudeste. Esta piedra
sirve para marcar las distintas direcciones: las cumbres, el
pueblo y la granja. El sol bañaba con sus dorados rayos la parte
alta del hito. Esto me hizo pensar en el verano, y un aluvión de
infantiles recuerdos acudió a mi mente. Aquel sitio era el
preferido por Hindley y por mí veinte años atrás. Durante largo
rato estuve contemplando el mojón. Inclinándome, vi junto a su
base un agujero donde solíamos almacenar guijarros, conchas
de caracol y otras menudencias, que todavía continuaban allí. Y
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