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—¡Cállate y no me exasperes! —ordenó Catalina. —¿Por qué has
olvidado lo que te dije? ¿Fue Isabel la que te buscó?
—¿Qué te importa? —contestó. —Puedo besarla, si ella lo
consiente. No soy tu marido; no tienes derecho a estar celosa.
—No estoy celosa de ti, sino por ti —contestó la señora. —
Cálmate. Si te gusta Isabel, te casarás con ella. Pero dime si la
amas de verdad, Heathcliff.
¿Ves cómo no contestas? Estoy segura de que no te interesa.
—¿Aprobaría el señor Linton que su hermana se casase con ese
hombre?
—interrogué.
—Lo aprobaría —replicó Catalina con tono decisivo.
—También podría evitarse esa molestia —dijo Heathcliff—,
porque yo no necesito su consentimiento para nada. Y a ti,
Catalina, te diré dos palabras, ya que se presenta la
oportunidad. Entérate de que me has tratado horriblemente,
¿comprendes?, horriblemente. Si te figuras que no lo sé, eres
mema; y si te imaginas que me consuelas con palabras dulces,
eres una idiota; y si piensas que no me tomaré venganza de
ello, pronto te convencerás de lo contrario. Me alegro de que
me hayas dicho el secreto de tu cuñada, y te juro que sabré
sacarle partido. ¡No te interpongas en mi camino!
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