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el primero en ver al señor, y le hizo un gesto para que callase.
Ella le obedeció inmediatamente.
—¿Qué es esto? —dijo Linton dirigiéndose a Catalina—. ¿Qué
noción tienes del decoro para permanecer aquí después de lo
que te ha dicho ese miserable? Tal vez no das importancia a sus
palabras porque estás acostumbrada a su clase de
conversación. Pero yo no lo estoy ni quiero estarlo.
—¿Has permanecido escuchando en la puerta, Eduardo? —
preguntó ella en tono calculadoramente frío, a fin de provocar a
su esposo, mostrándole a la vez su desprecio.
Heathcliff, al oír a Eduardo, había levantado la vista, y ahora, al
hablar Catalina, soltó la carcajada, con el propósito de que
Linton reparara en él. Y lo consiguió, pero no que Eduardo
perdiera al momento el dominio de sí mismo.
—Hasta hoy he sido tolerante con usted, señor —pronunció mi
amo secamente. —No porque desconociera su despreciable
carácter, sino porque creía que no toda la culpa de tenerla era
suya. Y también porque Catalina deseaba conservar su
amistad. Pero si accedía a ello, no pienso continuar obrando así.
Su sola presencia es un veneno mortal capaz de contagiar al
ser más virtuoso. Por tanto, y para evitar más graves
consecuencias, le prohíbo desde hoy que vuelva a poner los pies
en esta casa, y le exijo que salga de ella inmediatamente. Le
prevengo que si tarda en hacerlo más de tres minutos saldrá de
un modo ignominioso: a viva fuerza.
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