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—¡Oh, señor! —exclamé, ahogando así la exclamación que le
asomaba a los labios ante el espectáculo que distinguía en la
habitación. —La señora está enferma y no puedo con ella. Haga
el favor de venir y convénzala de que se acueste. Olvide su
enfado; ya sabe que no se puede hacer con ella más que lo que
ella quiere.
—¿Estás enferma, Catalina? —dijo él, corriendo hacia nosotras.
—Cierra la ventana, Elena. ¿Qué te sucede, Catalina?
Se interrumpió. El aspecto de la señora le dejó terriblemente
sorprendido, y volvió hacia mí sus ojos asombrados.
—Lleva consumiéndose aquí varios días —dije—, negándose a
tomar alimentos y sin quejarse de nada. Hasta hoy no ha
permitido pasar a nadie, y no hemos hablado a usted del
estado en que se encuentra, porque nosotros mismos lo
ignorábamos. No creo que sea nada de gravedad...
Yo misma comprendí que mi explicación era pobre. Mi amo
frunció las cejas.
—¿Que no es nada de gravedad, Elena Dean? Ya me explicarás
mejor tu silencio sobre esto —dijo con severidad.
Cogió en brazos a su mujer y la miró angustiado. Al principio
ella no daba señales de reconocerle. Pero el delirio que la
embargaba no era permanente todavía. Sus ojos, un momento
velados por la contemplación de la oscuridad del exterior,
acabaron reparando en el hombre que la tenía entre sus brazos.
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