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—¿A qué vienes ahora, Eduardo Linton? —dijo con colérica

                  vivacidad.


                  —Eres de esos que siempre llegan cuando no hacen falta, y


                  nunca cuando interesa que lleguen. Ya veo que vas a empezar

                  ahora con lamentaciones, pero no por ello conseguirás que deje

                  de irme a mi morada definitiva antes de que concluya la


                  primavera. Y no reposaré en el panteón de los Linton, sino en

                  una fosa al aire libre, con una simple losa encima. Tú por tu

                  parte haz lo que quieras: vete con los Linton o ven conmigo.


                  —¿Qué dices, Catalina? –preguntó. —¿Es que ya no soy nada


                  para ti?


                  ¿Acaso estás enamorada de ese miserable Heath...?


                  —¡Silencio! —gritó la señora. —¡Cállate, o me tiro ahora mismo


                  por la ventana! Y tú podrías entonces tener mi cuerpo, pero mi

                  alma estará allí, en las Cumbres, antes de que puedas volver a

                  tocarme. No te necesito, Eduardo. Vuelve a ocuparte de tus

                  libros. Te vendría bien para consolarte, porque yo no he de


                  volver a servirte de consuelo.


                  —Señor —interrumpí—: está delirando. Ha estado desvariando

                  toda la tarde. Cuidémosla bien, procuremos que esté tranquila,


                  y pronto se restablecerá. En lo sucesivo debemos tener cuidado

                  de no disgustarla.


                  —No sigas dándome consejos —interrumpió el señor. —

                  Conocías el modo de ser de la señora, y, sin embargo, me has


                  incitado a contrariarla. ¡Parece mentira que no me hayas dicho





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