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Yo creí que, más que un peligro mortal, temía la locura
incurable.
Ni el señor Linton ni yo pudimos dormir en toda la noche. No
nos acostamos siquiera. Los criados se levantaron más pronto
que de costumbre y se les veía dialogando en voz baja sobre lo
ocurrido. Al notar que la señorita Isabel no estaba levantada
aún, comentaron también el caso. Su hermano, a su vez,
pareció ofenderse del poco interés que Isabel demostraba a su
cuñada. Yo quería no ser la primera en avisar la fuga. Ello corrió
a cargo de una doncella que había ido a Gimmerton a hacer un
recado, y que al regresar se precipitó hacia nosotros llena de
excitación y diciendo a grandes voces:
—¡Oh, señor! ¡Amo, la señorita...!
—¡No alborotes tanto! —exclamé.
—Habla bajo, María —dijo el señor. —¿Qué pasa?
—¡La señorita ha huido con Heathcliff! —exclamó la muchacha.
—No es verdad —profirió Linton, agitadísimo. ¡No puede ser
verdad!
¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa? ¡Vete a buscarla, Elena! ¡Es
increíble!
Mientras hablaba se llevó a la criada hasta la puerta, y allí le
preguntó por qué hacía aquella afirmación.
—Encontré en el camino a un mozo que trae leche a la Granja, y
me preguntó si estábamos disgustados. Creyendo que se
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