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refería a la enfermedad de la señora, le dije que sí. Entonces me
contestó. «¿Habrán enviado a alguien en su persecución?» Me
quedé asombrada. Él, notando que yo no sabía nada, me dijo
que una señora y un caballero se habían detenido a la puerta
de un herrador para clavar la herradura de un caballo, cerca de
Gimmerton. La hija del herrador se asomó a la puerta y vio que
el hombre era Heathcliff. Este entregó una moneda de oro para
pagar. La señora tenía el rostro cubierto con un manto, pero, al
beber un vaso de agua que había pedido, se descubrió y
entonces pudieron verla. Luego Heathcliff y la señorita huyeron.
La moza lo había contado ya en todo el pueblo.
Yo, por cubrir el expediente, me asomé al cuarto de Isabel, y al
volver confirmé el relato de la sirvienta. El señor estaba otra vez
a la cabecera de la cama, y cuando me vio entrar comprendió
por mi aspecto lo sucedido.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
—Isabel se ha ido voluntariamente —me respondió el señor. —
Era libre de hacerlo. No me menciones más su nombre. Ha
renegado de mí.
No habló más sobre el asunto. No realizó busca alguna,
limitándose a ordenarme que, cuando se supiese su nueva
morada, enviase a Isabel cuanto le pertenecía.
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