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Bajo sus párpados fulguró un relámpago de insanía, y trató de
soltarse de los brazos de Linton. Yo resolví ir a buscar al médico
de mi propia iniciativa, y salí de la estancia. Al atravesar por el
jardín distinguí, colgado de un garfio de la pared, un objeto
blanco que se movía extrañamente. No quise que me quedase
en la mente la duda de que pudiese ser un alma del otro
mundo, y, a pesar de mi prisa, me paré a averiguar de qué se
trataba. Quedé estupefacta al reconocer al galguito de la
señorita Isabel, colgado con un pañuelo al cuello y medio
ahogado. Solté el animal y lo dejé libre. Cuando Isabel se había
ido a acostar, yo vi subir al galgo detrás de ella, y no me podía
explicar quién fuera el malvado que le había hecho objeto de tal
barbarie. Mientras lo desataba, creí sentir el lejano galope de un
caballo, ruido asaz inusitado para oírlo a las dos de la
madrugada, pero yo tenía tanta prisa que casi no reparé en
ello.
Encontré al señor Kennett saliendo de su casa para visitar a un
enfermo, y lo que le relaté de la dolencia de Catalina le indujo a
acompañarme inmediatamente. Como Kennett es un hombre
sencillo y franco, me confesó que dudaba mucho de que
Catalina sobreviviera a aquel segundo ataque.
—Esto debe de tener alguna causa especial, Elena —me dijo. —
¿Qué ha sucedido? Una mujer tan fuerte como Catalina no
enferma por pequeñeces. Personas como ella pierden la salud
rara vez, pero cuando ello sucede es ardua empresa librarles de
sus males. ¿Cómo comenzó esto?
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