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—Sí: Isabel hace lo que le parece —dijo él—, pero obra como
una locuela. Me consta que anoche (¡qué hermosa noche hacía,
por cierto!) estuvo paseando con Heathcliff por el jardín, y que
él la quiso convencer de que huyeran juntos. Ella se negó, pero
accedió a hacerlo el próximo día que se vieran. Lo sé de buena
tinta. Lo que no sé es a qué día se referían.
Sobrecogida de nuevos temores al saber aquella noticia, me
adelanté a Kennett y eché a correr. En el jardín encontré al
perrito ladrando. Cuando abrí la verja, empezó a correr de un
lado a otro, olfateando la hierba, y hasta se hubiera marchado
al camino de no impedírselo yo. Subí al cuarto de Isabel: estaba
vacío. Acaso de haber sabido a tiempo la enfermedad de la
señora, ello hubiera evitado que realizara su loca
determinación. Pero ya no había nada que hacer. No era
posible alcanzar a los fugitivos. Yo no iba a perseguirlos, ni era
cosa de aumentar con una angustia más la zozobra que ya
padecía mi amo. No me quedaba más remedio que callar y
dejar correr las cosas. Me apresuré a anunciar al señor la
llegada del médico. Catalina se había dormido con un sueño
agitado. Su marido había logrado tranquilizarla un poco, e
inclinado sobre ella, examinaba las más leves contracciones de
su semblante.
El médico, después de reconocer a la enferma, nos dio
esperanzas sobre su estado, siempre que le procuráramos una
tranquilidad completa.
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