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—¡Oh, querida! —dijo. — Pensaba estar en mi casa, en mi cuarto

                  de Cumbres Borrascosas. Como estoy tan débil, se me turbó el

                  cerebro y he gritado sin darme cuenta. No lo digas a nadie y


                  siéntate a mi lado. Tengo miedo de volver a sufrir estas

                  horribles pesadillas.


                  —Le convendría dormir, señora —le aconsejé. —Estos


                  padecimientos le enseñarán a no probar otra vez a morirse de

                  hambre.


                  —¡Quién estuviera en mi lecho, en mi vieja casa! —suspiró

                  amargamente, retorciéndose las manos. —¡Oh aquel viento que


                  sopla entre los abetos, bajo las sábanas! Abre para que pueda

                  respirarlo; viene directo de los pantanos.


                  Para tranquilizarla abrí la ventana por unos minutos, y una

                  helada ráfaga de aire penetró en la habitación. Cerré la


                  ventana y me volví a mi sitio. La joven yacía inmóvil: el rostro

                  cubierto de lágrimas, con el espíritu abatido por la debilidad

                  que se apoderaba de su cuerpo. Nuestra orgullosa Catalina


                  estaba a la altura de un niño miedoso.


                  —¿Cuánto tiempo hace que me encerré aquí? —preguntó, de

                  repente.



                  —Se encerró el lunes por la tarde —repuse—, y ahora estamos

                  en la noche del jueves, o, más exactamente, en la madrugada

                  del viernes.


                  —¿De la misma semana? —comentó con extrañeza. —¿Es


                  posible que sólo haya pasado tan poco tiempo?





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