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—Pues que no se olviden de que, cuando yo quiera, le traeré
conmigo.
Afortunadamente, Isabel murió cuando el muchacho contaba
unos doce años de edad.
El día que siguió a la inesperada visita de Isabel no tuve
ocasión de hablar con el amo. Él eludía toda conversación y yo
no me sentía con humor de hablar. Cuando al fin le conté la
fuga de su hermana, manifestó alegría, porque odiaba a
Heathcliff tanto como se lo permitía la dulzura de su carácter.
Tanta aversión sentía hacia su enemigo, que dejaba de acudir a
los sitios donde existía la posibilidad de verle o de oír hablar de
él. Dimitió su cargo de magistrado, no iba a la iglesia, no
pasaba por el pueblo y vivía recluido en casa, sin salir más que
para pasear por el parque, llegarse hasta los pantanos o visitar
la tumba de su esposa. Y aun esto lo hacía a horas en que no
fuera fácil encontrar a nadie. Pero era tan bueno, que no podía
ser siempre desgraciado. Con el tiempo se resignó y hasta le
invadió una melancolía suave. Conservaba celosamente el
recuerdo de Catalina y esperaba reunirse con ella en el mundo
mejor al que no dudaba que había ido.
No dejó de encontrar consuelo en su hija. Aunque los primeros
días pareció indiferente a ella, esa frialdad acabó fundiéndose
como la nieve en abril, y aun antes de que la niña supiese andar
ni hablar reinaba en su corazón despóticamente. Se la bautizó
con el nombre de Catalina; pero él nunca la llamó así, sino Cati.
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