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—¡Oh, qué vergüenza, señorita! —interrumpí. —Cualquiera
pensaría que no ha abierto usted una Biblia en su vida. Le debía
bastar con ver cómo Dios humilla a sus enemigos. No está bien
añadir el castigo propio al enviado por Dios.
—En principio estoy de acuerdo, Elena —me contestó—; pero en
aquel caso, el mal de Heathcliff no me satisfacía si yo no
intervenía en él. Hubiera preferido que sufriera menos, pero que
sus sufrimientos se debieran a mí. Sólo llegaría a perdonarle si
lograra devolverle, uno a uno, todos los sufrimientos que me ha
producido. Ya que fue él el primero en afrentarme, que fuera él
el primero en pedirme perdón. Y entonces puede que me fuera
también dable mostrarme generosa. Pero como no me puedo
vengar por mí misma, tampoco me será posible concederle el
perdón.
»Hindley pidió agua, y al dársela le pregunté cómo se
encontraba.
»—No tan mal como yo quisiera —repuso. —Pero, aparte del
brazo, me duele todo el cuerpo como si hubiese luchado con
una legión de demonios.
»—No, me asombra —contesté. —Catalina solía decir que ella
mediaba entre usted y Heathcliff para impedir cualquier daño
físico. Afortunadamente, los muertos no se levantan de sus
tumbas; pues, si no, ella hubiese asistido ayer a una escena que
le hubiese repugnado bastante. ¿No se siente usted molido
como si le hubieran magullado las carnes?
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