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aquel hombre por nada del mundo. Pero confieso que
experimenté una desilusión cuando alargó el brazo hacia
Earnshaw a través de la ventana y le arrancó el arma.
»Al hacerlo, la pistola se disparó y el cuchillo se cerró,
clavándose en la mano de su propio dueño. Heathcliff se lo
quitó a viva fuerza, sin cuidarse de que, al hacerlo, el filo
desgarraba la carne de Hindley. Después, con una piedra
rompió las maderas de la ventana y pudo pasar. Su adversario,
agotado por el dolor y por la pérdida de sangre, había caído
desvanecido. El miserable le pateó y pisoteó y le golpeó
fuertemente la cabeza contra el suelo, mientras me sujetaba
con la otra mano para impedirme que llamara a José. Le costó
un verdadero esfuerzo no rematar a su enemigo. Al fin, ya sin
aliento, lo arrastró y comenzó a vendarle la herida con
movimientos brutales, maldiciéndole y escupiéndole a la vez
con tanta violencia como antes lo había pateado. Entonces, al
soltarme, corrí a buscar al viejo, quien me comprendió
enseguida y bajó las escaleras de dos en dos.
»— ¿Qué pasa? —preguntó.
»Pasa que tu amo está loco —respondió Heathcliff—, y que,
como siga así, le haré encerrar en un manicomio. Y tú, perro,
¿cómo es que me has cerrado la puerta? ¿Qué rezongas ahí?
¡Ea!, no voy a ser yo quien le cure. Lávale eso, y ten cuidado con
las chispas de la bujía. Ten en cuenta que la mitad de sangre de
este hombre está convertida en aguardiente.
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