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»Heathcliff le dio un empellón hacia el herido y le arrojó una
toalla; pero José, en vez de ocuparse de la cura, empezó a
recitar una oración tan extravagante, que no pude contener la
risa. Yo me hallaba en tal estado de insensibilidad, que nada
me conmovía. Me pasaba lo que a algunos condenados al pie
del cadalso.
»—¿Con qué le ha asesinado usted? —exclamó José. —¡Y que yo
tenga que asistir a semejante cosa! ¡Dios quiera que...!
» ¡Me había olvidado de ti! —dijo el tirano. —Vaya, encárgate de
eso. ¡Al suelo! Conque ¿también tú conspiras con él contra mí,
víbora? ¡Cúrale!
»Me sacudió hasta hacerme rechinar los dientes, y me arrojó
junto a José. Éste, sin perder la serenidad, terminó de rezar y
después se levantó, anunciando su decisión de dirigirse a la
Granja. Decía que el señor Linton, como magistrado que era, no
dejaría de intervenir en el asunto, aunque se le hubiesen muerto
cincuenta mujeres. Tan empeñado se manifestó en su
resolución, que a Heathcliff le pareció que era oportuno que yo
relatase lo sucedido, y a fuerza de insidiosas preguntas, me hizo
explicar cómo se habían desarrollado las cosas. No obstante,
costó mucho convencer al viejo de que el agresor no había sido
Heathcliff. Al fin, cuando apreció que el señor Earnshaw no
había muerto, le dio un trago de aguardiente, y entonces
recobró Hindley el conocimiento. Heathcliff, comprendiendo
que su adversario ignoraba los malos tratos de que había sido
objeto mientras se hallaba desmayado, le increpó, llamándolo
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