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—Seguramente no se trata del señor Heathcliff —repuse. —
¿Ibas a llorar por él? No, Heathcliff está robusto y fuerte, en
apariencia al menos. Le he visto ahora mismo. Por cierto que ha
engordado mucho desde que perdió a su amiga.
—¿Quién ha muerto, pues, señor Kennett? —dije, impaciente.
—¡Hindley Earnshaw! Tu viejo amigo y malvado compañero mío.
No se ha portado bien conmigo últimamente, pero... Ya te dije
que llorarías. ¡Pobre muchacho! Murió, según era de esperar,
borracho como una cuba. Lo he sentido. Siempre se lamenta la
falta de un camarada... ¡Aunque me haya hecho muchas más
perrerías de las que puedas imaginarte! Y el caso es que sólo
tenía tu edad: veintisiete años. ¡Cualquiera lo diría!
Ese golpe me impresionó más que la muerte de Catalina.
Antiguos recuerdos se agolpaban en mi corazón. Me senté en el
umbral de la puerta, dije al señor Kennett que buscase otro
criado que le anunciase, y rompí a llorar. Me preocupaba mucho
pensar si Hindley habría fallecido de muerte natural o no, y a
tanto llegó mi inquietud sobre ello, que pedí permiso al amo
para ir a Cumbres Borrascosas. El señor Linton no quería; pero
yo le hice comprender que mi hermano de leche tenía tanto
derecho como el propio señor a mis atenciones póstumas, y
que Hareton era sobrino de su esposa, por lo que él debía
instituirse en tutor suyo a falta de más cercanos parientes,
examinar la herencia y ver cómo andaban los asuntos de su
difunto cuñado. Al fin me encargó que viese a su abogado y me
dio permiso para ir a las Cumbres. El abogado lo había sido
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