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C A P Í T U L O XVIII
Los doce años que siguieron a aquella triste época —prosiguió
diciendo la señora Dean— fueron los más dichosos de toda mi
vida. Mis únicas preocupaciones consistían en las pequeñas
enfermedades que sufría la niña, como todo niño padece, sea
rico o pobre. A los seis meses empezó a crecer como un pino y
andaba y hasta hablaba a su manera antes que las plantas
floreciesen dos veces sobre la tumba de la señora Linton. Era el
más hechicero ser que haya alegrado jamás una casa desolada.
Tenía los negros ojos de los Earnshaw, y la blanca piel y los
rubios cabellos de los Linton. Su carácter era altivo, pero no
brusco, y su corazón sensible y afectuoso en extremo. No se
parecía a su madre. Era dulce y mansa como una paloma. Tenía
la voz suave y la expresión pensativa. Jamás se enfurecía por
nada. Empero es preciso confesar que contaba entre sus
cualidades algunos defectos. Ante todo, su tendencia a
mostrarse insolente y la torcida manera de ser que todo niño
mimado, sea bueno o malo, demuestra. Si alguno la
contrariaba, salía siempre con lo mismo: «Se lo diré a papá»
Cuando él la reprendía, aunque sólo fuese con un gesto, ella
consideraba el suceso como una terrible desgracia. Pero me
parece que el señor no le dirigió jamás una palabra áspera. El
mismo se preocupó de instruirla. Afortunadamente, era
inteligente y curiosa, y aprendió muy deprisa.
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