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que avisté Cumbres Borrascosas. Y como Penniston dista dos
kilómetros de la casa de Heathcliff, y seis de la Granja, empecé
a temer que la noche caería antes de que yo llegase al risco.
«A lo mejor ha resbalado trepando por las rocas — imaginé— y
se ha matado o se ha roto un hueso»
Mi ansiedad disminuyó algo cuando, al pasar junto a las
Cumbres, distinguí a Carlitos, el más fiero de los perros que
acompañaban a Cati, tendido bajo la ventana, con la cabeza
tumefacta y sangrando por una oreja. Me dirigí a la puerta y
llamé fuertemente. Una mujer que yo conocía de Gimmerton y
que había ido a las Cumbres como sirvienta al morir Earnshaw,
me abrió:
—¿Viene usted a buscar a la señorita? —dijo. —Está aquí y no le
ha pasado nada. Pero me alegro de que el amo no haya venido.
—¿Así que no está en casa? —dije, casi sin poder respirar por la
fatiga de la carrera y por la inquietud que sentía un momento
antes.
—Él y José están fuera —repuso— y volverán dentro de una
hora poco más o menos. Pase y descansará usted.
Entré y vi a mi oveja descarriada sentada junto al hogar en una
sillita que había pertenecido a su madre cuando era niña. Había
colgado su sombrero en la pared, y al parecer estaba a sus
anchas. Reía y hablaba animadamente con Hareton —que era
entonces un arrogante mozo de dieciocho años—, y él la miraba
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