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sin comprender casi nada de aquel chorro de palabras con que
le abrumaba.
—Está bien, señorita —exclamé, disimulando mi satisfacción
bajo una máscara de enfado. —Éste habrá sido el último paseo
que dé hasta que vuelva su papá. No volveré a dejarla salir de
casa sola. Es usted una niña traviesa.
—¡Ay, Elena! —gritó ella alegremente, corriendo hacia mí—. ¡Qué
bonita historia tengo para contar esta noche! ¿Cómo me has
encontrado? ¿Has estado aquí alguna vez antes de ahora?
—Póngase el sombrero y vámonos enseguida —dije. —Estoy
muy enfadada con usted, señorita Cati. No, no haga pucheritos,
que con eso no me quita usted el susto que me ha dado.
¡Cuándo pienso en cuánto me encargó el señor Linton que no
saliera usted de casa, y cómo se me ha escapado usted! No nos
fiaremos de usted nunca más.
—Pues ¿qué he hecho? —repuso ella, reprimiendo un sollozo. —
Papá no te encargó nada de lo que dices. Él no se enfada nunca
como tú.
—¡Venga, venga! —exclamé. —¡Qué vergüenza! ¡Con trece años
que tiene ya y hacer estas chiquilladas!
Le dije esto porque ella se había vuelto a quitar el sombrero y
se había escapado de mi alcance.
—No riña a la nena, señora Dean —dijo la criada. —Fuimos
nosotros los que la entretuvimos. Ella quería haber seguido su
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