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contándome fantásticas historias. Yo no temía que saliera del

                  parque, porque la verja estaba cerrada, y aunque se hubiese

                  hallado abierta, pensaba yo que ella no se arriesgaría a salir


                  sola. Pero desgraciadamente me equivoqué. Una mañana, a las

                  ocho, Cati vino a buscarme y me dijo que aquel día ella era un

                  mercader árabe que iba a atravesar el desierto, y que

                  necesitaba muchas provisiones para sí y para su caravana,


                  consistente en el caballo y en tres camellos. Los camellos eran

                  un gran sabueso y dos perros pachones. Preparé un paquete de

                  golosinas y lo metí en una cesta que colgué del arzón. Saltó


                  ligera como una sílfide sobre la jaca y partió alegremente al

                  trote, con su sombrero de alas anchas que la defendía contra el

                  sol de julio, riendo y mofándose de mis exhortaciones de que


                  volviera pronto y no galopara. Pero a la hora del té no volvió. El

                  sabueso, que era un perro viejo, poco amigo ya de tales

                  andanzas, regresó, mas no ella ni los dos pachones. Envié a

                  buscarla, y al final, viendo que nadie la encontraba, partí yo


                  misma, junto a los límites de la finca hallé a un campesino y le

                  pregunté si había visto a la señorita.


                  —La vi por la mañana —respondió. —Me pidió que le cortara


                  una vara de avellano y luego hizo saltar a su jaca por encima

                  del seto.


                  Imagínese cómo me puse al oír tal cosa. Inmediatamente

                  pensé que se había dirigido al risco de Penniston. Me precipité a


                  través de un agujero del seto que el hombre estaba arreglando,

                  y corrí hacia la carretera. Anduve kilómetros y kilómetros hasta






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