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Insistí en que el entierro debía ser solemne. Heathcliff me

                  autorizó a organizarlo como quisiera, aunque recordándome

                  que tuviera en cuenta que el dinero que se gastara había de


                  salir de su bolsillo. Se mostraba indiferente y duro. Podía

                  apreciarse en él algo como la satisfacción de quien ha

                  terminado un trabajo con éxito. Hasta en un momento dado,

                  creí notar en él un principio de exaltación. Fue cuando sacaban


                  el ataúd de la casa. Acompañó al duelo.


                  ¡Hasta ese punto extremó su hipocresía!


                  Le vi sentar a Hareton a la mesa y murmurar como complacido:



                  —¡Vaya, chiquito, ya eres mío! Si la rama crece tan torcida

                  como el tronco, con el mismo viento la derribaremos.


                  El pequeño pareció alegrarse de aquellas palabras, agarró las


                  patillas de Heathcliff y le dio palmaditas en la cara.


                  Pero yo comprendí bien lo que Heathcliff quería decir, y advertí:


                  —Este niño debe venir conmigo a la Granja de los Tordos. No

                  hay cosa en el mundo sobre la que tenga usted menos derecho


                  que sobre este pequeño.


                  —¿Lo ha dicho Linton? —me preguntó.


                  —Sí; me ha ordenado que me lo lleve —repuse.



                  —Bueno —respondió el villano. —No quiero discusiones sobre el

                  asunto. Pero me siento inclinado a ver qué maña me doy para

                  educar a un niño. Así que si os lleváis a ese haré venir conmigo

                  al mío. Díselo a tu amo.






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