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—¡Cuánto me asombra que él no fuera nunca a ver a mamá,

                  ¿me ha visto alguna vez siendo pequeño? Yo no me acuerdo.


                  —Cuatrocientos ochenta kilómetros son mucha distancia —le


                  dije— y diez años no son para una persona mayor lo mismo que

                  para usted. El señor Heathcliff se propondría seguramente ir de

                  un momento a otro, y nunca llegaba la ocasión. Vale más que


                  no le haga usted preguntas sobre ello.


                  El muchacho calló durante el resto del camino, hasta que nos

                  detuvimos a la puerta de la casa. Allí miró atentamente la

                  fachada de sillería, las ventanas, los árboles torcidos y los


                  groselleros. Hizo un movimiento con la cabeza, significando su

                  disgusto, pero no dijo nada. Yo me dirigí a abrir la puerta antes

                  de que él se apease. Eran las seis y media y en la casa


                  acababan de tomar el desayuno. La criada estaba limpiando la

                  mesa. José explicaba a su amo algo que se refería a su caballo,

                  y Hareton se disponía a salir.


                  —¡Hola, Elena! —me dijo Heathcliff al verme. —Me temía tener


                  que ir en persona a buscar lo que es mío. Me lo has traído, ¿no?

                  Vamos a ver qué tal es.


                  Se levantó y se dirigió a la puerta, seguido por José y por

                  Hareton. El pobre Linton los miró a los tres.



                  —¡Qué aspecto tiene! —dijo José, después de una detenida

                  inspección.


                  —Me parece, señor, que le han echado a perder su hijo.









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