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amueblada y he encargado a un maestro que venga, desde una

                  distancia de treinta kilómetros, a darle lección tres veces a la

                  semana. A Hareton le he mandado que le obedezca, y, en fin, he


                  hecho todo lo necesario para que Linton se sienta superior a los

                  demás de la casa. Pero me disgusta que valga tan poco. Lo

                  único que me hubiera consolado es que fuese digno de mí, y he

                  experimentado una desilusión viendo que es un pobre infeliz


                  que no sabe hacer otra cosa que llorar.


                  José llegó trayendo un tazón de sopa de leche. Linton, después

                  de dar muchas vueltas al cacharro, dijo que no lo quería. El viejo


                  criado, según noté, sentía hacia el niño el mismo desprecio que

                  su padre, pero procuraba disimularlo, teniendo en cuenta el

                  deseo de Heathcliff de que le respetaran.



                  —¿Conque no quiere comerlo? —dijo José en voz muy baja. —

                  Pues el señorito Hareton no comía otra cosa cuando era niño, y

                  era tan bueno como usted.


                  —Llévatelo —repuso Linton. No lo quiero.



                  José, indignado, cogió el tazón y se lo presentó a Heathcliff.


                  —¿Qué hay en esto de malo? —preguntó.


                  —No creo que haya nada malo —dijo Heathcliff.



                  —Pues su hijo no quiere comerlo —respondió José. —Pero ¡se

                  saldrá con la suya! Su madre era lo mismo. Pensaba que todos

                  éramos unos asquerosos y que nuestro contacto ensuciaba el

                  trigo con el que había de cocer su pan.








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