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celebrábamos nunca el día de su cumpleaños, porque era
también el aniversario de la muerte de su madre. Su padre
pasaba aquellos días en la biblioteca, y al oscurecer se iba al
cementerio de Gimmerton, donde se quedaba a veces hasta
medianoche. Catalina tenía que divertirse sola. Aquel año, el
veinte de marzo hizo un tiempo excelente, y después de que su
padre hubo salido, la señora bajó vestida y me dijo que había
pedido permiso al señor para que paseáramos juntas por el
borde de los pantanos, con tal que no tardáramos en volver
más de una hora.
—¡Anda, Elena! —me dijo entusiasmada. —Quiero ir allí, ¿ves?
Por donde suelen ir las cercetas. Quiero ver si tienen nidos.
—Eso debe de estar lejos —respondí—, porque no suelen anidar
junto a los pantanos.
—No, no está lejos —me aseguró. —He ido con papá hasta las
cercanías.
Me puse el sombrero y salimos. Cati corría ante mí, yendo y
viniendo como un perrillo juguetón. Al principio lo pasé bien.
Cantaban las alondras, y mi niña mimada estaba encantadora,
con sus dorados bucles colgando hada atrás, y sus mejillas, tan
puras y encendidas como una rosa silvestre. Era un ángel
entonces. Verdaderamente, era imposible no desear
proporcionarle todas las alegrías que se pudiese.
—Pero, señorita —dije, después de un buen rato—, ¿dónde están
las cercetas? Estamos lejos ya de casa.
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