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Cati estaba ya completamente desarrollada. Era a la vez llena y
esbelta, flexible como el acero y rebosante de animación y
salud. En cuanto a Linton, tenía lánguidos los ademanes y las
miradas, y era muy endeble de complexión; pero la gracia de
sus maneras compensaba aquellos defectos. Luego de haber
cambiado muchas caricias con él, su prima se dirigió al señor
Heathcliff, que estaba junto a la puerta fingiendo mirar afuera;
pero, en realidad, mirando exclusivamente lo que pasaba
dentro.
—¿Así que es usted tío mío? —dijo la joven, abrazándole—. ¿Y
por qué no va a vernos a la Granja de los Tordos? Es raro vivir
tan próximos y no visitarnos nunca. ¿Por qué su—cede así?
—Antes de que tú nacieras yo iba alguna vez. Anda, déjate de
besos...
Dáselos a Linton. Dármelos a mí es perder el tiempo.
— ¡Qué mala eres, Elena! —exclamó Cati, viniendo hacia mí para
prodigarme también sus zalamerías. —¡Mira que no dejarme
entrar! En adelante, vendré todas las mañanas. ¿Puedo hacerlo,
tío? ¿Y puede venir conmigo papá? ¿No le gustará veros?
—Claro que sí —repuso él, disimulando la mueca de aversión
que le inspiraban los dos presuntos visitantes. Mejor será que te
diga que tu padre y yo reñimos terriblemente una vez, y si le
cuentas que me visitas, es muy fácil que te lo prohíba. Así que si
quieres seguir viendo a tu primo, vale más que no se lo digas a
tu padre.
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