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Heathcliff, que miraba al niño fijamente, soltó una carcajada de
desprecio.
—¡Dios mío, qué encanto de niño! Parece que le han criado con
caracoles y con leche agria. El diablo me lleve si no es aún peor
de lo que yo esperaba, y eso que no me hacía muchas ilusiones.
Mandé al niño que se apeara y entrase. Él no había
comprendido bien las palabras de su padre, ni aún tenía
seguridad de que fuera su padre aquel extraño. Me miraba con
creciente temor, y cuando Heathcliff se sentó y le mandó
acercarse, él se agarró a mi falda y empezó a llorar.
—¡Ta, ta, ta! —dijo Heathcliff. Le cogió, le atrajo hacia él, y
tomándole por la barbilla, añadió: Nada de tonterías. No vamos
a hacerte nada, Linton.
¿No te llamas así? Verdaderamente, eres el retrato de tu madre.
¿Qué hay mío en ti, pollito?
Le quitó el sombrero y le echó hacia atrás los rizos. Le palpó los
brazos y manos. Linton dejó de llorar y contempló a su vez al
hombre con sus grandes ojos azules.
—¿Me conoces? —preguntó Heathcliff, después de cerciorarse
de la fragilidad de los miembros de su hijo.
—No —dijo Linton, mirándole con temor. —¿Ni te han hablado
de mí?
—No.
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