Page 103 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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polaco-húngaro, el conde Boris Vladinoff, libró su gallardo y fútil asalto final

               contra las huestes victoriosas de Solimán el Magnífico, cuando el Gran Turco
               arrasó Europa del Este en 1526.
                    El  chófer  del  coche  me  señaló  un  gran  montón  de  escombros  en  una
               colina próxima, bajo el cual, dijo, yacían los huesos del valiente conde.

                    Recordé  un  pasaje  de  las  Guerras  turcas  de  Larson.  «Después  de  la
               refriega»  (en  la  cual  el  conde  con  su  pequeño  ejército  había  rechazado  el
               avance  de  la  vanguardia  turca)  «el  conde  se  irguió  tras  los  muros  medio
               derruidos del viejo castillo de la colina, dando órdenes para la disposición de

               sus  fuerzas.  Fue  entonces  cuando  un  lacayo  le  trajo  una  pequeña  caja
               laqueada que habían arrebatado al cuerpo del famoso escribano e historiador
               turco, Selim Bahadur, que había caído en el combate. El conde extrajo de ella
               un  pergamino  y  empezó  a  leer,  pero  no  había  avanzado  mucho  cuando

               empalideció  y,  sin  decir  una  palabra,  devolvió  el  pergamino  a  la  caja  y  la
               introdujo en su capa. En ese mismo instante, una batería turca oculta abrió
               fuego por sorpresa. Las balas alcanzaron el antiguo castillo, y los húngaros
               quedaron  horrorizados  al  ver  que  los  muros  se  desplomaban  cubriendo  por

               completo al valiente conde. Sin líder, el gallardo y pequeño ejército fue hecho
               pedazos, y en los belicosos años que siguieron, los huesos del noble nunca
               fueron recuperados. Hoy, los nativos señalan un enorme y podrido montón de
               ruinas cerca de Schomvaal bajo el cual, según dicen, todavía descansa lo que

               los siglos hayan dejado del conde Boris Vladinoff».
                    Stregoicavar  me  pareció  una  aldea  soñolienta  y  pacífica  que  parecía
               contradecir  su  siniestro  apelativo;  un  remanso  olvidado  sobre  el  cual  el
               Progreso había pasado sin detenerse. Las pintorescas casitas y los vestidos y

               modales aún más pintorescos de sus gentes eran propios de un siglo antes.
               Eran amistosos, levemente curiosos pero no inquisitivos, aunque los visitantes
               del mundo exterior eran extremadamente raros.
                    —Hace diez años vino otro americano y se quedó un par de días en la

               aldea  —dijo  el  propietario  de  la  posada  donde  me  había  instalado—,  un
               hombre joven de modales raros —murmuró para sí mismo—. Creo que era
               poeta.
                    Supe que tenía que referirse a Justin Geoffrey.

                    —Sí,  era  poeta  —contesté—.  Y  escribió  un  poema  sobre  un  paisaje
               próximo a esta misma aldea.
                    —¿Sí? —el interés de mi anfitrión se había despertado—. Entonces, ya
               que todos los grandes poetas hablan y se comportan de forma extraña, este







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