Page 106 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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condujo  hasta  un  acantilado  de  piedra  escarpada  y  sólida  que  cortaba

               bruscamente  la  montaña.  Una  estrecha  senda  lo  rodeaba,  y  siguiéndola,
               contemplé el pacífico valle de Stregoicavar, que parecía dormitar, protegido a
               ambos lados por las grandes montañas azuladas. No aparecía ninguna cabaña
               ni  ninguna  señal  de  vivienda  humana  entre  el  acantilado  sobre  el  que  me

               encontraba y la aldea. Vi varias granjas desperdigadas por el valle, pero todas
               estaban  al  otro  lado  de  Stregoicavar,  que  parecía  acurrucado  bajo  las
               amenazadoras pendientes que ocultaban la Piedra Negra.
                    La  cima  de  los  acantilados  resultó  ser  una  especie  de  meseta  muy

               frondosa. Me abrí camino a través de la densa vegetación durante un corto
               trecho  y  llegué  a  un  amplio  claro.  En  el  centro  del  claro  se  levantaba  una
               adusta silueta de piedra negra.
                    Era  de  forma  octogonal,  de  unos  cinco  metros  de  altura  y  de

               aproximadamente medio metro de grosor. Era evidente que antaño había sido
               muy pulimentada, pero ahora la superficie estaba muy mellada, como si se
               hubieran hecho enormes esfuerzos para derribarla; sin embargo, los martillos
               habían hecho poco más que desprender pequeños pedazos de piedra y mutilar

               los caracteres que en tiempos era evidente que habían subido en espiral a lo
               largo del tronco, hasta llegar a lo alto. Hasta una altura de tres metros y medio
               desde  la  base,  estos  caracteres  estaban  casi  completamente  borrados,  de
               manera que era muy difícil seguir su dirección. Más arriba se distinguían con

               mayor claridad, y conseguí seguir la mayor parte de su trayecto alrededor del
               tronco y examinarlos a corta distancia. Todos estaban desfigurados en mayor
               o menor grado, pero estaba seguro de que no simbolizaban ningún idioma que
               sea  recordado  hoy  en  día  sobre  la  faz  de  la  Tierra.  Estoy  bastante

               familiarizado  con  todos  los  jeroglíficos  conocidos  por  los  investigadores  y
               filólogos  y  puedo  decir,  con  absoluta  certeza,  que  esos  caracteres  no  se
               parecían a nada de lo que yo hubiera oído hablar o hubiese leído al respecto.
               Lo más parecido a ellos que había visto eran unos burdos arañazos en una

               roca  gigantesca  y  extrañamente  simétrica  en  un  valle  perdido  del  Yucatán.
               Recuerdo que cuando indiqué esas marcas al arqueólogo que me acompañaba,
               sostuvo que eran bien el producto natural de las inclemencias del tiempo, bien
               los  ociosos  garabatos  de  algún  indio.  Ante  mi  teoría  de  que  la  roca  fuera

               realmente la base de alguna columna desaparecida hacía mucho, simplemente
               se rio, haciéndome notar sus dimensiones, que sugerían que, si hubiera sido
               construida siguiendo las reglas más elementales de la simetría arquitectónica,
               se trataría de una columna de más de trescientos metros de altura. Pero no me

               quedé convencido.




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