Page 109 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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desnudas habían  volado  en  escobas  mágicas  a  través  del  valle,  perseguidas

               por sus obscenos amantes demoniacos.
                    Llegué  a  los  barrancos  y  me  sentí  algo  perturbado  al  observar  que  la
               engañosa luz de la luna les prestaba una apariencia sutil. No lo había notado
               antes, pero bajo la extraña luz no parecían tanto acantilados naturales como

               las  ruinas  de  muros  ciclópeos  levantados  por  titanes,  sobresaliendo  por  la
               vertiente de la montaña.
                    Sacudiéndome  esta  alucinación  con  dificultad,  llegué  hasta  la  meseta  y
               titubeé  un  momento  antes  de  sumergirme  en  la  temible  oscuridad  de  los

               bosques. Una especie de tensión expectante dominaba las sombras, como un
               monstruo invisible que aguantara el aliento para que no se le escape su presa.
                    Me sacudí la sensación (comprensible, teniendo en cuenta lo escalofriante
               del  lugar  y  su  maligna  reputación)  y  me  abrí  camino  a  través  del  bosque,

               experimentando  la  desagradable  sensación  de  que  me  seguían.  Llegué  a
               detenerme una vez, seguro de que algo húmedo y volátil me había rozado la
               cara en la oscuridad.
                    Llegué al claro y vi el alto monolito elevando su adusta figura sobre la

               hierba. Al extremo de los bosques, en el lado que daba a los barrancos, había
               una piedra que formaba una especie de asiento natural. Me senté, pensando
               que  probablemente  fue  aquí  donde  el  poeta  loco,  Justin  Geoffrey,  había
               escrito  su  fantástico  El  Pueblo  del  Monolito.  Mi  anfitrión  creía  que  era  la

               piedra la que había provocado la demencia de Geoffrey, pero las semillas de
               la locura habían sido sembradas en el cerebro del poeta mucho antes de que
               llegara a Stregoicavar.
                    Una  mirada  al  reloj  me  indicó  que  la  medianoche  estaba  próxima.  Me

               recosté, esperando cualquier manifestación fantasmal que pudiera producirse.
               Un  fino  viento  nocturno  se  levantó  entre  las  ramas  de  los  abetos,  con  la
               extraña  sugerencia  de  tenues  flautas  invisibles  susurrando  una  melodía
               escalofriante y maligna. La monotonía del sonido, unida a la atención con que

               observaba  el  monolito,  me  provocaron  una  especie  de  autohipnosis;  me
               adormecí. Luché contra la sensación, pero el sueño me venció a pesar de mí
               mismo; el monolito parecía oscilar y bailar, extrañamente distorsionado ante
               mi mirada, y por último caí dormido.

                    Abrí los ojos y quise levantarme, pero permanecí inmóvil, como si una
               mano gélida me hubiera dejado indefenso. Un terror frío me dominó. El claro
               ya  no  estaba  desierto.  Estaba  atestado  de  una  silenciosa  muchedumbre  de
               personas extrañas, y mis ojos dilatados percibieron detalles extravagantes y

               bárbaros  en  sus  ropas  que  mi  razón  me  decía  que  resultaban  arcaicos  y




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