Page 113 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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los bailarines hasta que el suelo tenía que haber quedado pelado, y aquí la
devota se arrastró dolorosamente hasta la Piedra, dejando un riachuelo de
sangre sobre la tierra. Pero no aparecía ninguna gota carmesí sobre la hierba
intacta. Temblando, miré el lado del monolito contra el cual el bestial
sacerdote había aplastado al niño raptado, pero allí no aparecía ninguna
mancha oscura ni ningún grumo sangriento.
¡Un sueño! Había sido una pesadilla enloquecedora… o si no… me
encogí de hombros. ¡Qué vivida claridad para ser un sueño!
Regresé en silencio a la aldea y entré en la posada sin ser visto. Me senté a
meditar sobre los extraños sucesos de la noche. Cada vez me sentía más
inclinado a descartar la teoría del sueño. Lo que había visto era una ilusión
carente de sustancia material alguna, eso era evidente. Pero creía que había
visto la sombra reflejada de un acontecimiento ocurrido en una espantosa
realidad de épocas pretéritas. Mas ¿cómo podía confirmarlo? ¿Qué prueba
podía demostrar que mi visión había sido una reunión de horribles espectros
en lugar de una pesadilla originada en mi cerebro?
Como en respuesta, un nombre relampagueó en mi cabeza: ¡Selim
Bahadur! Según la leyenda, este hombre, que había sido soldado además de
escriba, había gobernado la división del ejército de Solimán que había
arrasado Stregoicavar; era bastante lógico. En ese caso, había partido
directamente desde aquel lugar devastado hasta el sangriento campo de
batalla de Schomvaal, escenario de su fin. Di un salto y lancé una
exclamación: aquel manuscrito que fue arrebatado del cuerpo del turco, y que
hizo temblar al conde Boris, ¿no podría contener algún relato de lo que los
turcos conquistadores encontraron en Stregoicavar? ¿Qué otra cosa podría
haber conmovido los nervios de acero del aventurero polaco? Y como nunca
se habían recuperado los huesos del conde, ¿no sería posible que la caja
laqueada, con su misterioso contenido, todavía yaciera oculta bajo las ruinas
que cubrían a Boris Vladinoff? Empecé a hacer la maleta con furiosa
precipitación.
Tres días más tarde me encontraba alojado en un pueblecito a escasas
millas del antiguo campo de batalla. Cuando salió la luna, empecé a trabajar
con brutal intensidad en la gran pila de piedras desmoronadas que coronaban
la colina. Fue una tarea agotadora. Al recordarlo ahora no alcanzo a entender
cómo pude hacerlo, aunque trabajé sin pausa desde que salió la luna hasta el
amanecer. Cuando el sol empezaba a elevarse, aparté el último montón de
piedras y miré los restos mortales del conde Boris Vladinoff, apenas unos
tristes fragmentos de huesos desmenuzados, y entre ellos, aplastada hasta
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