Page 118 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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de un toro con la ágil rapidez de una pantera. El menor movimiento que hacía

               mostraba la coordinación implacable que distingue al guerrero extraordinario.
               Turlogh Dubh, Turlogh el Negro, antaño del Clan na O’Brien. Y negro era de
               pelo,  y  oscuro  de  complexión.  Desde  debajo  de  pesadas  cejas  negras
               centelleaban ojos de un ardiente azul volcánico. En su cara afeitada había algo

               del aire sombrío de las montañas oscuras, del mar a medianoche. Como el
               pescador, formaba parte de aquella feroz tierra occidental.
                    Sobre la cabeza llevaba un sencillo casco sin visor, carente de cresta o
               símbolo alguno. Del pecho hasta mitad del muslo estaba protegido por una

               camisa ceñida de cota de malla negra. El kilt que llevaba bajo la armadura y
               que le llegaba hasta las rodillas era de un material simple y liso. Tenía las
               piernas envueltas en cuero duro capaz de rechazar el filo de una espada, y los
               zapatos que calzaba estaban desgastados de tanto viajar.

                    Un ancho cinturón rodeaba su esbelta cintura, sujetando un puñal largo en
               una  vaina  de  cuero.  Sobre  el  brazo  izquierdo  llevaba  un  pequeño  escudo
               redondo  de  madera  cubierta  de  piel,  duro  como  el  hierro,  remachado  y
               reforzado con acero, que tenía una pequeña y pesada punta en el centro. Un

               hacha  colgaba  de  su  muñeca  derecha,  y  los  ojos  del  pescador  se  sintieron
               atraídos  por  ese  detalle.  El  arma,  con  su  mango  de  tres  pies  y  sus  líneas
               gráciles,  parecía  delgada  y  ligera  si  el  pescador  la  comparaba  mentalmente
               con las grandes hachas que llevaban los nórdicos. Pero apenas habían pasado

               tres años, como bien sabía el pescador, desde que armas como aquella habían
               hecho pedazos a las huestes norteñas en una derrota roja y habían destruido el
               poder pagano para siempre.
                    Tanto  el  hacha  como  su  propietario  transmitían  una  sensación  de

               individualidad. No se parecía a ninguna otra hacha que el pescador hubiera
               visto  jamás.  Sólo  tenía  un  filo,  con  una  punta  corta  de  tres  cuchillas  en  la
               parte  de  atrás  y  otra  en  el  extremo  de  la  cabeza.  Como  su  dueño,  era  más
               pesada de lo que parecía. Con su asa ligeramente curva y la grácil maestría de

               la  hoja,  parecía  el  arma  de  un  experto,  rápida,  letal,  mortífera,  como  una
               cobra.  La  cabeza  estaba  hecha  con  la  mejor  artesanía  irlandesa,  lo  que  en
               aquellos días equivalía a decir que era la mejor del mundo. El mango, tallado
               con el corazón de un roble centenario, endurecido especialmente al fuego y

               reforzado con acero, era tan irrompible como una barra de hierro.
                    —¿Quién  eres?  —preguntó  el  pescador  con  la  franqueza  de  los
               occidentales.
                    —¿Quién eres tú para preguntarlo? —contestó el otro.







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