Page 122 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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parecía que su navío iba a estrellarse. Trabajó incansablemente con el timón,
la vela y los remos. Entre mil marinos, ningún hombre habría podido
conseguirlo, pero Turlogh lo logró. No necesitaba dormir; mientras gobernaba
el barco, comía de las frugales provisiones que el pescador le había
suministrado. Para cuando avistó Malin Head, el tiempo se había calmado en
gran medida. El mar todavía estaba revuelto, pero el vendaval había amainado
hasta convertirse en una brisa cortante que hacía brincar el barquichuelo. Los
días y las noches se fundieron unos con otros; Turlogh viajaba hacia el este.
Una vez tomó tierra para conseguir agua fresca y para dormir un par de horas.
Mientras sujetaba el timón, pensaba en las últimas palabras del pescador:
—¿Por qué arriesgas tu vida por un clan que ha puesto precio a tu cabeza?
Turlogh se encogió de hombros. No se puede desoír la llamada de la
sangre. El hecho de que su pueblo le hubiera desterrado para que muriese
como un lobo cazado en los páramos no alteraba el hecho de que fuera su
pueblo. La pequeña Moira, la hija de Mur-tagh y Kilbaha, no tenía la culpa de
nada. La recordaba, había jugado con ella cuando él era un muchacho y ella
una niña, recordaba el gris profundo de sus ojos y el lustre bruñido de su pelo
negro, la limpieza de su piel. Incluso de niña había sido notablemente bella…
de hecho, seguía siendo una niña, pues él, Turlogh, aún era joven, y le sacaba
muchos años. Ahora se dirigía hacia el norte para convertirse en la esposa
involuntaria de algún saqueador nórdico. Thorfel el Bello, el Hermoso,
Turlogh juró por los dioses que no conocía la Cruz. Una bruma roja osciló
ante sus ojos haciendo que el mar ondulase enrojecido a su alrededor. Una
muchacha irlandesa, cautiva en el skalli de un pirata nórdico… con un tirón
salvaje, Turlogh giró sus aparejos dirigiéndolos hacia el mar abierto. Había un
tinte de locura en sus ojos.
Desde Malin Head hasta Helni hay un trecho largo si se corta
directamente a través de las olas furiosas, como hizo Turlogh. Se dirigía a una
pequeña isla que se encontraba, con muchas otras pequeñas islas, entre Mull y
las Hébridas. Un marino moderno, con mapas y compás, podría tener
dificultades para encontrarla. Turlogh no tenía nada de eso. Navegaba por
instinto y utilizando sus conocimientos. Conocía aquellos mares como un
hombre conoce su casa. Los había surcado como saqueador y como vengador,
y una vez los había surcado como cautivo atado a la cubierta de un barco
dragón danés. Y seguía un rastro rojo. Humo que surgía de promontorios,
restos flotantes de naufragios, troncos calcinados, todos los signos mostraban
que Thorfel arrasaba a su paso. Turlogh gruñó con satisfacción salvaje; estaba
cerca del vikingo, a pesar de su gran ventaja. Pues Thorfel quemaba y
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