Page 123 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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saqueaba las costas en su camino, mientras que el rumbo de Turlogh era como
el de una flecha.
Todavía estaba a mucha distancia de Helni cuando avistó una pequeña isla
ligeramente apartada de su ruta. Sabía de antaño que estaba deshabitada, pero
allí podría conseguir agua fresca. Así que puso rumbo a ella. La llamaban la
Isla de las Espadas, nadie sabía por qué. Y al acercarse a la playa vio una
escena que interpretó rápidamente. Había dos barcos atracados en la costa:
uno era un navío burdo, parecido al que llevaba Turlogh, pero
considerablemente más grande: el otro era un largo barco de cubierta baja,
indiscutiblemente vikingo. Ambos estaban vacíos. Turlogh intentó distinguir
ruido de armas o gritos de batalla, pero reinaba el silencio. Pescadores, pensó,
de las islas escocesas; habían sido avistados por alguna banda de piratas en el
barco o en alguna otra isla, y habían sido perseguidos en el largo remero. Pero
había sido una persecución más larga de lo que los piratas habían previsto, de
eso estaba seguro; de lo contrario no habrían partido en un barco abierto. Pero
una vez inflamados por el ansia asesina, los saqueadores habrían perseguido a
su presa a lo largo de un centenar de millas de aguas revueltas, en un barco
abierto, si era necesario.
Turlogh se acercó a la orilla, echó la piedra que servía de ancla y saltó a la
playa, con el hacha lista. Entonces, a corta distancia, vio un extraño corrillo
de figuras. Unas rápidas zancadas le llevaron cara a cara ante el misterio.
Quince daneses de barba roja yacían en su propia sangre formando un tosco
círculo. Ninguno respiraba. Dentro de este círculo, mezclándose con los
cuerpos de sus asesinos, yacían otros hombres, de un tipo que Turlogh no
había visto nunca. Eran de corta estatura, y muy morenos; sus ojos muertos y
abiertos eran los más negros que Turlogh había visto jamás. Apenas llevaban
armadura, y sus manos rígidas todavía se aferraban a espadas y puñales rotos.
Aquí y allá había flechas que se habían hecho añicos sobre los corseletes de
los daneses, y Turlogh observó con sorpresa que muchas de ellas tenían punta
de pedernal.
—Fue un combate espantoso —murmuró—. Sí, fue una extraña refriega.
¿Quién es esta gente? En todas las islas jamás he visto a nadie parecido.
Siete… ¿son todos? ¿Dónde están los camaradas que les ayudaron a matar a
estos daneses?
Ninguna huella se alejaba del sangriento lugar. La frente de Turlogh se
oscureció.
—Estos eran todos, siete contra quince, pero los atacantes murieron con
las víctimas. ¿Qué clase de hombres son estos que matan al doble de su
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