Page 125 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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El gaélico se inclinó y la agarró, para levantarla. Esperaba encontrarse con
un gran peso y se sintió asombrado. No era más pesada que si estuviera hecha
de madera ligera. Le dio unos golpecitos, y el sonido fue sólido. Al principio
pensó que estaba hecha de hierro; luego decidió que era de piedra, pero nunca
había visto una piedra parecida; y pensó que no se podía encontrar piedra
semejante en las Islas Británicas ni en ninguna parte del mundo que él
conociera. Al igual que los hombrecillos muertos, parecía vieja. Era tan suave
y exenta de corrosión como si la hubieran tallado ayer, pero a pesar de eso era
un símbolo de gran antigüedad, Turlogh lo sabía. Era la figura de un hombre
que se parecía mucho a los hombrecillos morenos que yacían a su alrededor.
Pero era sutilmente distinta. Turlogh sentía en cierta forma que era la imagen
de un hombre que había vivido hacía mucho, pues seguramente el escultor
desconocido había tenido un modelo vivo. Y había conseguido insuflar un
soplo de vida en su obra. Estaba la anchura de los hombros, la amplitud del
pecho, los brazos poderosamente moldeados; la fuerza de los rasgos era
evidente. La mandíbula firme, la nariz regular, la frente elevada, todo
indicaba un intelecto poderoso, un gran valor, una voluntad inflexible.
Seguramente, pensó Turlogh, aquel hombre fue un rey… o un dios. Pero no
lucía corona alguna; su única indumentaria era una especie de taparrabos,
labrado con tanta habilidad que cada arruga y pliegue había sido tallado a
imitación de la realidad.
—Este era su dios —musitó Turlogh, mirando a su alrededor—. Huyeron
de los daneses, pero por último murieron por su dios. ¿Qué gente será esta?
¿De dónde vinieron? ¿Hacia dónde se dirigían?
Permaneció en pie, inclinado sobre su hacha, y una extraña corriente
creció en su alma. Una sensación de abismos inmensos del tiempo y el
espacio que se abrían ante él; una sensación de extrañas e interminables
oleadas de humanidad que crecen y decrecen con el subir y bajar de las
mareas del océano. La vida era una puerta abierta a dos mundos negros y
desconocidos, y, ¿cuántas razas de hombres con sus esperanzas y miedos, sus
amores y sus odios, habían atravesado aquella puerta, en su peregrinar desde
la oscuridad hacia la oscuridad? Turlogh suspiró. En lo más hondo de su alma
se agitaba la tristeza mística de los gaélicos.
—Antaño fuiste un rey, Hombre Oscuro —dijo a la imagen silenciosa—.
Puede que fueras un dios y reinaras sobre el mundo entero. Tu pueblo pasó…
como el mío está pasando. Seguramente fuiste rey del Pueblo del Pedernal, la
raza que mis antepasados celtas destruyeron. Bueno… nosotros tuvimos
nuestro día y nosotros, también, estamos pasando ahora. Estos daneses que
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