Page 130 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Contempló el salón de banquetes, el gran salón que servía para festines,

               consejos  y  vivienda  del  señor  del  skalli.  Este  salón,  con  sus  techos
               ennegrecidos  por  el  humo,  sus  enormes  chimeneas  rugientes  y  sus  mesas
               fuertemente reforzadas, ofrecía una escena de terrible jolgorio aquella noche.
               Inmensos  guerreros  de  barbas  doradas  y  ojos  salvajes  estaban  sentados  o

               recostados sobre burdos bancos, recorrían el salón o estaban tumbados cuan
               largos eran sobre el suelo. Bebían generosamente de cuernos espumeantes y
               de odres de piel, y se hartaban con grandes pedazos de pan de centeno, y con
               enormes  trozos  de  carne  que  cortaban  con  sus  dagas  arrancándolos  a  patas

               enteras asadas. Era una escena de extraña incongruencia, pues en contraste
               con  estos  hombres  bárbaros  y  sus  burdas  canciones  y  gritos,  las  paredes
               estaban  cubiertas  de  raros  despojos  que  mostraban  artesanías  civilizadas.
               Exquisitos  tapices  que  las  mujeres  normandas  habían  tejido;  armas

               delicadamente  cinceladas  que  habían  blandido  los  príncipes  de  Francia  y
               España;  armaduras  y  atavíos  de  seda  de  Bizancio  y  el  Oriente;  pues  los
               dragones llegaban muy lejos. Junto a estos estaban expuestos los despojos de
               la  caza,  para  mostrar  el  dominio  del  vikingo  sobre  las  bestias  tanto  como

               sobre los hombres.
                    El hombre moderno apenas puede imaginar los sentimientos que Turlogh
               O’Brien  albergaba  hacia  aquellos  hombres.  Para  él  eran  ogros-diablos  que
               habitaban en el norte sólo para descender sobre la gente pacífica del sur. Todo

               el mundo era su presa, estaba a su entera disposición, para tomarlo y usarlo
               como  complaciera  a  sus  bárbaros  caprichos.  Su  cerebro  palpitaba  y  ardía
               mientras miraba. Los odiaba como sólo pueden odiar los gaélicos; odiaba su
               magnífica  arrogancia,  su  orgullo  y  su  poder,  su  desprecio  hacia  todas  las

               demás  razas,  sus  ojos  severos  e  imponentes;  por  encima  de  todo  odiaba
               aquellos ojos que miraban con desdén y amenaza al mundo. Los gaélicos eran
               crueles pero tenían extraños momentos de sentimientos y amabilidad. Entre
               los rasgos de los nórdicos no se incluían los sentimientos.

                    La visión de este jolgorio fue como una bofetada en el rostro para Turlogh
               el Negro, y sólo hacía falta otra cosa para que su furia fuese completa. A la
               cabecera de la mesa se sentaba Thorfel el Bello, joven, hermoso, arrogante,
               enrojecido por el vino y el orgullo. Sí que era hermoso y joven Thorfel. En su

               complexión se parecía mucho al mismo Turlogh, excepto que era más grande
               en todos los sentidos, pero ahí terminaba la semejanza. De la misma manera
               que Turlogh era excepcionalmente moreno en un pueblo moreno, Thorfel era
               excepcionalmente  rubio  en  un  pueblo  básicamente  pálido.  Su  pelo  y  su

               mostacho eran como de hilo de oro, y sus ojos de color gris claro centelleaban




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