Page 131 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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con vivas luces. A su lado… Turlogh se clavó las uñas en la palma de la
mano. Moira de los O’Brien parecía fuera de lugar entre aquellos inmensos
hombres rubios y sus fornidas mujeres de pelo amarillo. Era pequeña, casi
frágil, y su pelo era negro con brillantes tonos de bronce. Pero su piel era
clara como la de ellos, con un delicado tinte rosado del que sus mujeres más
hermosas no podían alardear. Ahora sus labios estaban blancos de miedo y se
apartaba del clamor y el tumulto. Turlogh vio cómo tembló cuando Thorfel
insolentemente echó el brazo sobre ella. El salón comenzó a ondular teñido de
rojo ante los ojos de Turlogh, y luchó tenazmente por mantener el control.
—El hermano de Thorfel, Osric, está a su derecha —murmuró para sí—,
al otro lado está Tostig, el danés, que puede partir un buey en dos con su
enorme espada… o eso dicen. Y allí está Halfgar, y Sweyn, y Oswick, y
Athelstane, el sajón… el único hombre en una manada de lobos marinos. Y en
nombre del diablo… ¿qué es esto? ¿Un sacerdote?
Un sacerdote era, pálido e inmóvil, sentado en mitad del jaleo, contando
su rosario en silencio, mientras sus ojos se posaban lastimosamente en la
esbelta muchacha irlandesa que presidía la mesa. Entonces Turlogh vio algo
más. En una mesa más pequeña que había a un lado, una mesa de caoba cuya
elaborada ornamentación revelaba que era algún botín procedente del sur, se
erigía el Hombre Oscuro. Los dos nórdicos heridos habían acabado llevándolo
al salón, después de todo. Su visión provocó una extraña impresión en
Turlogh y tranquilizó su espíritu ardiente. ¿Sólo cinco pies de altura? Ahora
parecía mucho más alto, de alguna forma. Se cernía sobre el jolgorio, como
un dios que medita cuestiones profundas y oscuras que exceden el
entendimiento de los insectos humanos que vociferan a sus pies. Como
siempre cuando miraba al Hombre Oscuro, Turlogh sintió como si se hubiera
abierto repentinamente una puerta al espacio exterior y al viento que sopla
entre las estrellas. Esperar… esperar… ¿a quién? Tal vez los ojos tallados del
Hombre Oscuro mirasen a través de las paredes del skalli, al otro lado de la
desolación nevada, y por encima del promontorio. Tal vez aquellos ojos sin
vista vieran los cinco barcos que en aquellos momentos se deslizaban
silenciosamente con el ruido de los remos amortiguado, a través de las
tranquilas aguas oscuras. Pero, de aquello, Turlogh Dubh no sabía nada; nada
de los barcos ni de sus silenciosos remeros: hombres pequeños y morenos de
ojos inescrutables.
La voz de Thorfel se elevó sobre el estrépito.
—¡Oídme, amigos míos! —Todos quedaron en silencio y se giraron
mientras el joven rey marino se ponía en pie—. Esta noche —tronó—,
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