Page 134 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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—¡Que  la  maldición  de  Dios  todopoderoso  caiga  sobre  ti,  Thorfel!  —

               gritó,  con  una  voz  que  sonó  como  un  clarín,  mientras  la  llevaba  hasta  un
               diván cercano.
                    Thorfel  estaba  perplejo.  El  silencio  reinó  durante  un  instante,  y  en  ese
               instante Turlogh O’Brien enloqueció de furia.

                    —¡Lamh LaidirAbu!
                    El grito de guerra de los O’Brien desgarró el silencio como el chillido de
               una  pantera  herida,  y  mientras  los  hombres  se  giraban  hacia  el  aullido,  el
               frenético  gaélico  atravesó  la  puerta  como  una  ráfaga  de  viento  salida  del

               infierno. Era presa de la furia negra de los celtas, junto a la cual la cólera
               desatada de los vikingos palidece. Con los ojos incandescentes y una gota de
               espuma en los labios convulsionados, pasó por encima de los hombres, que se
               diseminaron a su camino, con la guardia baja. Aquellos terribles ojos estaban

               fijos  en  Thorfel,  al  otro  extremo  del  salón,  pero  al  tiempo  que  avanzaba,
               Turlogh  golpeaba  a  izquierda  y  derecha.  Su  carga  era  la  embestida  de  un
               torbellino  que  dejaba  un  rastro  de  hombres  muertos  y  moribundos  en  su
               estela.

                    Los bancos cayeron al suelo, los hombres gritaron, la cerveza se derramó
               de barriles volcados. A pesar de lo rápido del ataque del celta, dos hombres
               obstaculizaron  su  camino  con  espadas  desenvainadas  antes  de  que  pudiera
               alcanzar a Thorfel: Halfgar y Oswick. El vikingo con el rostro desfigurado

               cayó  con  el  cráneo  dividido  antes  de  poder  levantar  el  arma,  y  Turlogh,
               deteniendo  la  hoja  de  Halfgar  con  su  escudo,  volvió  a  golpear  como  el
               relámpago y el hacha afilada hundió cota de malla, costillas y espinazo.
                    En el salón se montó un magnífico alboroto. Los hombres echaron mano a

               las  armas  y  avanzaron  desde  todos  lados,  y  en  mitad  de  ellos  el  solitario
               gaélico  desahogaba  su  cólera  silenciosa  y  terriblemente.  Turlogh  Dubh  era
               como  un  tigre  herido  en  su  rabia.  Sus  escalofriantes  movimientos  eran  un
               borrón de velocidad, una explosión de fuerza dinámica. Apenas había caído

               Halfgar  cuando  el  gaélico  saltó  por  encima  de  su  forma  deshecha  sobre
               Thorfel,  que  había  desenvainado  su  espada  y  permanecía  en  pie  como  si
               estuviera desconcertado. Pero un torrente de siervos se interpuso entre ellos.
               Se alzaron las espadas y cayeron, y el hacha del dalcasiano relampagueó entre

               ellos como un rayo veraniego. A ambas manos y desde detrás y delante, los
               guerreros le acometían. Desde un lado embestía Osric, blandiendo una espada
               para  dos  manos;  desde  el  otro  un  siervo  de  la  casa  atacaba  con  una  lanza.
               Turlogh se inclinó bajo el mandoble de la espada y lanzó un golpe doble, del

               derecho y del revés. El hermano de Thorfel cayó, con un tajo en la rodilla, y




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