Page 136 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Por encima de todo se alzaba el Hombre Oscuro. Ante los ojos inquietos

               de Turlogh, atrapados entre el centelleo de la espada y el hacha, parecía que la
               imagen había crecido, se había ampliado, había aumentado de estatura; que se
               cernía como un gigante sobre la batalla; que su cabeza se elevaba hasta los
               techos llenos de humo del gran salón; que colgaba como una nube oscura de

               muerte sobre aquellos insectos que se cortaban la garganta unos a otros a sus
               pies. Turlogh sentía en el relampagueante entrechocar de las espadas y en la
               matanza  que  este  era  el  elemento  natural  del  Hombre  Oscuro.  Exudaba
               violencia y furia. El aroma crudo de la sangre recién derramada era agradable

               a su olfato y aquellos cadáveres de pelo amarillo que se convulsionaban a sus
               pies eran como sacrificios para él.
                    El  huracán  de  la  batalla  conmovió  el  grandioso  salón.  El  skalli  se
               convirtió en un matadero donde los hombres resbalaban en charcos de sangre,

               y  al  resbalarse,  morían.  Las  cabezas  giraban  sonrientes  sobre  hombros
               partidos. Las lanzas con garfios arrancaban los corazones, todavía palpitantes,
               de los pechos ensangrentados. Los sesos salpicaban y ensuciaban las hachas
               manejadas enloquecidamente. Los puñales se clavaban, desgarrando vientres

               y  derramando  entrañas  sobre  el  suelo.  El  estrépito  y  el  clamor  del  acero
               crecían  ensordecedoramente.  Ni  se  daba  ni  se  pedía  cuartel.  Un  nórdico
               herido  había  derribado  a  uno  de  los  hombres  morenos,  y  tenazmente  le
               estrangulaba sin hacer caso al puñal que su víctima hundía una y otra vez en

               su cuerpo.
                    Uno de los hombres morenos agarró a un niño que salió chillando de una
               habitación  interior,  y  aplastó  sus  sesos  contra  la  pared.  Otro  sujetó  a  una
               mujer nórdica por su cabello dorado y, obligándola a ponerse de rodillas, le

               cortó  la  garganta,  mientras  ella  le  escupía  a  la  cara.  Alguien  que  intentase
               escuchar  gritos  de  temor  o  súplicas  de  piedad  no  habría  oído  ninguno;
               hombres,  mujeres  y  niños  morían  acuchillando  y  clavando  las  garras,  su
               último aliento un sollozo de furia, o un gruñido de odio insaciable.

                    Y contra la mesa donde se erguía el Hombre Oscuro, inamovible como
               una  montaña,  rompían  las  olas  rojas  de  la  matanza.  Nórdicos  y  salvajes
               morían  a  sus  pies.  ¿Cuántos  infiernos  rojos  de  muerte  y  locura  han
               contemplado tus ojos extrañamente tallados, Hombre Oscuro?

                    Sweyn y Thorfel luchaban hombro con hombro. El sajón Athelstane, su
               barba dorada erizada con la alegría de la batalla, había apoyado la espalda
               contra  la  pared  y  con  cada  mandoble  de  su  hacha  para  dos  manos  caía  un
               hombre.  Entonces  irrumpió  Turlogh  como  una  ola,  evitando,  con  un  ligero

               giro de su tronco, el primer y espantoso golpe. La superioridad de la ligera




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