Page 141 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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hombres a buscarlo. El picto lo hizo. Mientras esperaba que lo trajeran
doblando el cabo, contempló cómo el sacerdote vendaba las heridas de los
supervivientes. Silenciosos, inmóviles, no dijeron ninguna palabra ni de queja
ni de agradecimiento.
El barco del pescador llegó deslizándose alrededor del cabo al mismo
tiempo que el primer rayo del alba enrojecía las aguas. Los pictos estaban
subiendo a sus botes, cargando con los muertos y los heridos. Turlogh subió a
su barco y depositó suavemente su triste carga.
—Dormirá en su propio país —dijo sombríamente—. No yacerá en esta
isla fría y extranjera. Brogar, ¿adónde vas?
—Nos llevamos al Oscuro de regreso a su isla y su altar —dijo el picto—.
A través de la boca de su pueblo te da las gracias. Se ha establecido un lazo
de sangre entre nosotros, gaélico, y puede que volvamos a acudir a ti en tu
momento de necesidad, de la misma manera que Bran Mak Morn, gran rey de
los pictos, acudirá a su pueblo algún día en los tiempos venideros.
—¿Y tú, buen Jerome? ¿Vendrás conmigo?
El sacerdote agitó la cabeza y señaló a Athelstane. El sajón herido
reposaba sobre un burdo sillón hecho de pieles amontonadas sobre la arena.
—Me quedo para atender a este hombre. Está gravemente herido.
Turlogh echó un vistazo alrededor. Las paredes del skalli se habían
desmoronado en una masa de ascuas incandescentes. Los hombres de Brogar
habían prendido fuego a los almacenes y la larga galera, y el humo y las
llamas rivalizaban chillones con la luz creciente de la mañana.
—Te congelarás o te morirás de frío. Ven conmigo.
—Encontraré sustento para ambos. No me persuadas, hijo mío.
—Es un pagano y un saqueador.
—No importa. Es un ser humano… una criatura viviente. No dejaré que
muera.
—Así sea.
Turlogh se preparó para partir. Los botes de los pictos ya estaban
doblando el cabo. Le llegaba el repiqueteo rítmico de sus toletes. No miraron
atrás, inclinándose imperturbables sobre su trabajo.
Echó un vistazo a los cadáveres rígidos sobre la playa, a las cenizas
calcinadas del skalli y los troncos incandescentes de la galera. Bajo el
resplandor, el sacerdote parecía sobrenatural en su delgadez y su blancura,
como un santo salido de algún viejo manuscrito iluminado. En su desgastado
rostro pálido había más que tristeza humana, algo más que agotamiento
humano.
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