Page 145 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Admito que me quedé perplejo ante esto, y comprendí que si la cuestión

               significaba tanto para Tussmann como para estar dispuesto a hacer semejantes
               concesiones, debía de tratarse de algo de la máxima importancia. Le contesté
               que consideraba  que  había  refutado  sus  acusaciones  satisfactoriamente  ante
               los ojos del mundo, y que no tenía ningún deseo de ponerle en una situación

               humillante,  pero  que  haría  todo  lo  que  estuviera  en  mi  mano  para
               proporcionarle lo que quería.
                    Me dio las gracias bruscamente y se marchó, diciendo de forma más bien
               vaga  que  en  el  Libro  Negro  esperaba  encontrar  la  exposición  completa  de

               algo que había sido evidentemente resumido en la edición posterior.
                    Me puse manos a la obra, escribiendo cartas a amigos, colegas y libreros
               de todo el mundo, y pronto descubrí que había emprendido una tarea de no
               poca envergadura. Pasaron tres meses antes de que mis esfuerzos se vieran

               coronados por el éxito, pero por fin, gracias a la ayuda del profesor James
               Clement de Richmond, Virginia, pude obtener lo que deseaba.
                    Se lo notifiqué a Tussmann y vino a Londres en el primer tren. Sus ojos
               centelleaban  ansiosos  al  mirar  el  volumen  grueso  y  polvoriento  con  sus

               pesadas cubiertas de piel y sus oxidados pasadores de hierro, y sus dedos se
               estremecían con impaciencia mientras pasaba las páginas amarillentas por los
               años.
                    Cuando lanzó un grito feroz y aplastó su puño contra la mesa, supe que

               había encontrado lo que buscaba.
                    —¡Escuche! —me ordenó, y me leyó un pasaje que hablaba de un templo
               muy antiguo en la jungla de Honduras, donde un dios extraño era adorado por
               una  vieja  tribu  que  se  extinguió  antes  de  la  llegada  de  los  españoles.

               Tussmann leyó en voz alta sobre la momia que había sido, en vida, el último
               sumo  sacerdote  de  aquel  pueblo  desaparecido,  y  que  ahora  yacía  en  una
               cámara  labrada  en  la  roca  sólida  del  acantilado  junto  al  cual  se  había
               construido el templo. Alrededor del cuello marchito de aquella momia había

               una cadena de cobre, y en esa cadena había una gran joya roja tallada con la
               forma de un sapo. Esta joya era una llave, seguía diciendo Von Junzt, para el
               tesoro  del  templo  que  estaba  oculto  en  una  cripta  subterránea  mucho  más
               abajo del altar del templo.

                    Los ojos de Tussmann centellearon.
                    —¡Yo he visto ese templo! He estado delante del altar. He visto la entrada
               sellada de la cámara en la cual, según dicen los nativos, yace la momia del
               sacerdote.  Es  un  templo  muy  curioso,  no  más  parecido  a  las  ruinas  de  los

               indios prehistóricos que a los edificios de los latinoamericanos modernos. Los




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