Page 149 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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»Pero la joya estaba allí, y la cadena colgaba del cuello reseco.
A partir de ese punto, la narración de Tussmann se volvía tan imprecisa
que tuve dificultades para seguirle y me pregunté si el sol tropical no habría
afectado a su mente. De alguna forma había conseguido abrir con la joya una
puerta oculta en el altar; pero cómo, no lo decía claramente, y me llamó la
atención que no comprendiese con claridad él mismo cómo funcionaba la
joya-llave. Pero la apertura de la puerta secreta había tenido un efecto
negativo sobre los encallecidos rufianes que empleaba. Se habían negado en
redondo a seguirle a través de aquel enorme hueco negro que había aparecido
tan misteriosamente cuando la gema fue aplicada al altar.
Tussmann entró solo con su pistola y su linterna eléctrica, y encontró una
estrecha escalera de piedra que descendía a las entrañas de la Tierra, o esa
impresión daba. La siguió y pronto llegó a un ancho pasillo, en la negrura del
cual su delgado rayo de luz quedaba casi ahogado. Mientras me contaba esto,
habló con extraño disgusto de un sapo que iba saltando delante de él, justo al
extremo del círculo de luz, todo el tiempo que permaneció bajo tierra.
Tras abrirse paso por lóbregos túneles y escalinatas que eran pozos de
negrura sólida, por fin llegó hasta una pesada puerta fantásticamente grabada,
que sintió debía de ser de la cripta donde estaba oculto el oro de los antiguos
creyentes. Presionó la joya-sapo contra la puerta en varios puntos, y por
último se abrió de par en par.
—¿Y el tesoro? —le interrumpí con impaciencia.
Se rio, burlándose de sí mismo con brutalidad.
—No había oro allí, ni piedras preciosas… nada —titubeó—, nada que
pudiera sacar.
Una vez más su relato cayó en la imprecisión. Deduje que había
abandonado el templo de forma más bien apresurada sin seguir buscando el
supuesto tesoro. Había tenido la intención de llevarse la momia, dijo, para
ofrecérsela a algún museo, pero cuando salió de los pozos, no pudo
encontrarla y creyó que sus hombres, en su temor supersticioso a tener
semejante compañía en el viaje hasta la costa, la habían arrojado a algún
agujero o caverna.
—Por lo tanto —concluyó—, he vuelto a Inglaterra sin ser más rico que
cuando me marché.
—Tiene la joya —le recordé—. Seguramente será valiosa.
La miró sin aprecio, pero con una especie de feroz avidez que parecía casi
obsesiva.
—¿Usted diría que es un rubí? —preguntó.
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