Page 147 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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descubrir lo que hay oculto en ese templo, aunque tenga que demolerlo. ¡No

               puede ser nada inferior a un gran depósito de oro! Los españoles lo pasaron
               por alto, por alguna razón; cuando llegaron a Centroamérica, el Templo del
               Sapo estaba desierto; ellos buscaban indios vivos a quienes pudieran arrancar
               oro  mediante  la  tortura;  no  buscaban  momias  de  pueblos  perdidos.  Pero

               pretendo conseguir ese tesoro.
                    Dicho esto, Tussmann se marchó. Yo me senté y abrí el libro en el punto
               en  el  que  él  había  dejado  de  leer,  y  permanecí  sentado  hasta  medianoche,
               envuelto  en  los  comentarios  a  menudo  curiosos,  extremos  en  ocasiones,  y

               siempre imprecisos de Von Junzt. Y descubrí ciertas cosas relacionadas con el
               Templo del Sapo que me perturbaron tanto que a la mañana siguiente intenté
               ponerme en contacto con Tussmann, sólo para descubrir que ya había partido.
                    Pasaron varios meses, y por fin recibí una carta de Tussmann, pidiéndome

               que fuera a pasar un par de días con él en su finca de Sussex; también me
               pedía que llevara el Libro Negro.
                    Llegué a la finca algo aislada de Tussmann apenas hubo caído la noche.
               Vivía en una hacienda casi feudal, con su enorme casa cubierta de hiedra y

               sus amplios céspedes rodeados por elevados muros de piedra. Mientras subía
               por el camino rodeado de setos hacia la casa, observé que el lugar no había
               sido bien cuidado en ausencia del amo. Las malas hierbas asomaban entre los
               árboles,  hasta  casi  asfixiar  el  césped.  En  medio  de  algunos  arbustos

               abandonados junto al muro exterior, oí lo que parecía un caballo o un buey
               que anduviera dando tumbos. Pude oír con claridad el tintineo de su pezuña
               contra la piedra.
                    Un criado que me examinó sospechosamente me cedió el paso, y encontré

               a Tussmann dando vueltas por su estudio como un león enjaulado. Su enorme
               corpachón  estaba  más  delgado  y  más  fuerte  que  cuando  lo  había  visto  por
               última vez; su cara estaba bronceada por el sol tropical. En su poderoso rostro
               había más arrugas, y estas eran más profundas, y sus ojos ardían de forma

               más  intensa  que  nunca.  Una  rabia  fría  y  sofocada  parecía  subyacer  a  su
               talante.
                    —Bueno, Tussmann —le saludé—, ¿tuvo éxito? ¿Encontró el oro?
                    —No  encontré  ni  una  onza  de  oro  —gruñó—.  Era  todo  un  fraude…

               bueno, todo no. Entré en la cámara sellada y encontré la momia…
                    —¿Y la joya? —exclamé.
                    Sacó algo de su bolsillo y me lo ofreció.
                    Miré con curiosidad lo que tenía en las manos. Era una gran joya, clara y

               transparente  como  el  cristal,  pero  de  un  carmesí  siniestro,  tallada,  como




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