Page 138 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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de…? Mira, ha muerto. Que Dios en Su infinita justicia se apiade de su alma,
pues aunque se quitó la vida ella misma, murió como vivió, en la inocencia y
la pureza.
Turlogh dejó caer el hacha sobre el suelo e inclinó la cabeza. Todo el
fuego de su furia le había abandonado y sólo le quedaba una tristeza oscura,
una profunda sensación de futilidad y cansancio. En todo el salón no había
ningún ruido. No se elevaban gemidos desde los heridos, pues los cuchillos de
los hombrecillos morenos habían estado ocupados, y excepto entre los suyos,
no había heridos. Turlogh sintió que los supervivientes se habían reunido
alrededor de la estatua de la mesa y que ahora le miraban con ojos
inescrutables. El sacerdote murmuraba sobre el cadáver de la muchacha,
contando el rosario. Las llamas devoraban la pared opuesta del edificio, pero
nadie les prestaba atención. Entonces, de entre los muertos del suelo una
forma enorme se levantó tambaleante. Athelstane el sajón, a quien no habían
rematado, se inclinó contra la pared y echó un vistazo alrededor con aire de
aturdimiento. La sangre manaba de una herida en sus costillas y de otra en su
cabellera, donde el hacha de Turlogh le había golpeado de refilón.
El gaélico se dirigió a él.
—No siento odio hacia ti —dijo gravemente—, pero la sangre llama a la
sangre y tú debes morir.
Athelstane le miró sin responder. Sus grandes ojos grises estaban serios
pero no mostraban miedo. Él también era un bárbaro, más pagano que
cristiano; él también comprendía los derechos del feudo de sangre. Pero
mientras Turlogh levantaba su hacha, el sacerdote se interpuso entre ambos,
sus delgadas manos estiradas, sus ojos enrojecidos.
—¡Detente! ¡En nombre de Dios te lo ordeno! Por el Todopoderoso, ¿es
que no se ha derramado suficiente sangre en esta noche horrible? En el
nombre del Altísimo, yo reclamo a este hombre.
Turlogh dejó caer el hacha.
—Tuyo es; no por tu juramento ni por tu maldición, no por tu credo sino
porque tú también eres un hombre e hiciste lo que pudiste por Moira.
Un golpecito en el brazo hizo que Turlogh se volviera. El jefe de los
extranjeros le contemplaba con ojos inescrutables.
—¿Quién eres? —preguntó el gaélico distraído. No le importaba; sólo
sentía agotamiento.
—Soy Brogar, jefe de los pictos, Amigo del Hombre Oscuro.
—¿Por qué me llamas así? —preguntó Turlogh.
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