Page 133 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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¿Qué puedo hacer? La cuestión martilleaba el cerebro de Turlogh. Sólo

               podía  hacer  una  cosa,  esperar  hasta  que  la  ceremonia  hubiese  terminado  y
               Thorfel se hubiera retirado con su esposa. Luego, escabullirse con ella de la
               mejor  manera  posible.  Después  de  eso…  pero  no  se  atrevía  a  mirar  más
               adelante.

                    Había hecho y haría lo mejor que pudiera. Lo que había hecho, lo había
               hecho sólo por necesidad; un hombre sin señor no tenía amigos, ni siquiera
               entre  los  hombres  sin  señor.  No  había  forma  de  llegar  hasta  Moira  para
               avisarla de su presencia. Ella debía seguir adelante con la boda sin ni siquiera

               la leve esperanza de liberación que le podría haber proporcionado el saber de
               su presencia. Instintivamente, sus ojos se deslizaron hacia el Hombre Oscuro
               que  permanecía  sombrío  y  apartado  del  jolgorio.  A  sus  pies,  lo  viejo  se
               enfrentaba  a  lo  nuevo,  lo  pagano  a  lo  cristiano,  y  Turlogh  sintió  en  aquel

               momento  que  lo  viejo  y  lo  nuevo  eran  igual  de  nuevos  para  el  Hombre
               Oscuro.
                    ¿Oyeron los oídos tallados del Hombre Oscuro el sonido de extrañas proas
               rechinando  en  la  playa,  la  cuchillada  de  un  puñal  sigiloso  en  la  noche,  el

               gorgoteo que indicaba una garganta cortada? Los que estaban en el skalli sólo
               oían  su  propio  ruido  y  los  que  se  divertían  junto  a  las  hogueras  de  fuera
               siguieron cantando, ignorantes de los anillos silenciosos de la muerte que se
               cerraban sobre ellos.

                    —¡Basta!  —gritó  Thorfel—  ¡Cuenta  tu  rosario  y  murmura  tu  cháchara,
               sacerdote! ¡Ven aquí, golfa, y cásate!
                    Arrancó a la muchacha de la mesa y la dejó caer pesadamente sobre sus
               pies, delante de él. Ella se soltó con los ojos centelleantes. Su caliente sangre

               gaélica se había inflamado.
                    —¡Puerco de pelo amarillo! —gritó—. ¿Crees que una princesa de Clare,
               con sangre de Brian Boru en las venas, se sentará en el banco de un bárbaro y
               criará  a  los  hijos  rubios  de  un  ladrón  norteño?  No…  ¡nunca  me  casaré

               contigo!
                    —¡Entonces  te  tomaré  como  esclava!  —rugió  él,  agarrándola  por  la
               muñeca.
                    —¡Eso tampoco, puerco! —exclamó ella, que había vencido su miedo con

               un feroz sentimiento de triunfo. Con la velocidad de la luz se sacó un puñal
               del cinto, y antes de que pudiera detenerla, se hundió la afilada hoja bajo el
               corazón.  El  sacerdote  gritó  como  si  él  mismo  hubiera  recibido  la  herida,  y
               dando un salto, la recogió en sus brazos mientras caía.







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