Page 137 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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hacha irlandesa quedó demostrada, pues antes de que el sajón pudiera mover

               su  pesada  arma  el  hacha  dalcasiana  lanzó  su  picadura  como  una  cobra  y
               Athelstane  se  tambaleó  al  atravesar  el  filo  su  corselete  y  llegar  hasta  las
               costillas. Otro golpe y se desmoronó, la sangre manando de sus sienes.
                    Ya  nadie  impedía  el  paso  de  Turlogh  hasta  Thorfel,  excepto  Sweyn,  y

               mientras el gaélico saltaba como una pantera hacia la pareja asesina, alguien
               se le adelantó. El jefe de los hombres morenos se deslizó como una sombra
               bajo el alcance de la espada de Sweyn, y su corta hoja subió para hundirse
               bajo la cota de malla. Thorfel se enfrentaba a Turlogh solo. Thorfel no era un

               cobarde; incluso se rio con el puro placer de la batalla al embestir, pero no
               había  alegría  alguna  en  el  rostro  de  Turlogh,  sólo  una  rabia  frenética  que
               convulsionaba sus labios y convertía sus ojos en carbones de fuego azul.
                    En el primer remolino de acero la espada de Thorfel se rompió. El joven

               rey  marino  saltó  como  un  tigre  sobre  su  enemigo,  embistiendo  con  los
               pedazos de la hoja. Turlogh se rio ferozmente cuando el resto afilado le rasgó
               la  mejilla,  y  en  el  mismo  instante  le  cortó  el  pie  izquierdo  a  Thorfel.  El
               nórdico  cayó  con  un  golpe  pesado,  y  forcejeó  hasta  ponerse  de  rodillas,

               tanteando en busca de su puñal. Sus ojos estaban nublados.
                    —¡Dame fin, maldito seas! —gruñó.
                    Turlogh se rio.
                    —¿Dónde  están  ahora  tu  poder  y  tu  gloria?  —le  provocó—.  Tú  que

               querías como esposa a una princesa irlandesa en contra de su voluntad… tú…
                    De  pronto  su  odio  le  ahogó,  y  con  un  aullido  como  el  de  una  pantera
               enloquecida trazó un arco silbante con su hacha que dividió al nórdico desde
               los  hombros  hasta  el  esternón.  Otro  golpe  seccionó  la  cabeza,  y  con  el

               espeluznante  trofeo  en  la  mano  se  aproximó  al  diván  donde  yacía  Moira
               O’Brien. El sacerdote le había levantado la cabeza y sujetaba una copa contra
               sus pálidos labios. Sus turbios ojos grises descansaron al reconocer levemente
               a Turlogh; cuando por fin pareció que le identificaba, intentó sonreír.

                    —Moira, sangre de mi corazón —dijo el proscrito tristemente—, mueres
               en una tierra extraña. Pero los pájaros de las colinas de Cullane llorarán por ti,
               y el brezal suspirará en vano por las pisadas de tus piececitos. Mas no serás
               olvidada;  las  hachas  gotearán  por  ti  y  por  ti  se  hundirán  galeras  y  arderán

               ciudades amuralladas. ¡Y para que tu fantasma no entre insatisfecha en los
               reinos de Tirnan-Oge, contempla esta muestra de venganza!
                    Y le enseñó la cabeza goteante de Thorfel.
                    —En nombre de Dios, hijo mío —dijo el sacerdote, su voz ronca con el

               horror—. Contente… Contente. ¿Cometerás tus espantosos actos en presencia




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