Page 135 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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el siervo murió de pie cuando el revés hizo que la punta del hacha atravesara

               su  cráneo.  Turlogh  se  enderezó,  aplastando  el  escudo  contra  la  cara  del
               espadachín que le embestía desde delante. El pincho en el centro del escudo
               destrozó  repugnantemente  sus  rasgos;  entonces,  al  mismo  tiempo  que  el
               gaélico se giraba como un gato para protegerse la espalda, sintió la sombra de

               la Muerte cernirse sobre él. Por el rabillo del ojo vio al danés Tostig girando
               su espada para dos manos, y obstaculizado por la mesa, desequilibrado, supo
               que ni siquiera su velocidad sobrehumana podría salvarle. Entonces la espada
               silbante golpeó al Hombre Oscuro que estaba sobre la mesa y con un estrépito

               como el de un trueno, se partió en mil chispas azules. Tostig, tambaleante,
               mareado, sujetaba aún la empuñadura inútil, y Turlogh atacó como si usara
               una espada; el pincho superior de su hacha alcanzó al danés encima del ojo y
               se incrustó en el cerebro.

                    Incluso en aquellos momentos, el aire seguía lleno de un extraño cántico y
               los hombres aullaban. Un enorme siervo, con el hacha todavía levantada, se
               lanzó torpemente contra el gaélico, que le abrió el cráneo antes de ver que una
               flecha  con  punta  de  pedernal  ya  le  había  atravesado  la  garganta.  El  salón

               parecía  lleno  de  rayos  de  luz  oblicuos  que  zumbaban  como  abejas  y
               transportaban una rápida muerte en su zumbido. Turlogh arriesgó su vida para
               echar un vistazo hacia la gran puerta al otro extremo del salón. A través de
               ella una extraña horda inundaba la casa. Eran hombres pequeños y morenos,

               con ojos negros y brillantes y rostros impávidos. Apenas llevaban armadura,
               pero  blandían  espadas,  lanzas  y  arcos.  A  corta  distancia,  disparaban  sus
               flechas a bocajarro y los siervos caían en hileras.
                    Una  oleada  roja  de  combate  barrió  el  salón  del  skalli,  una  tormenta  de

               matanza  que  destrozó  mesas,  aplastó  bancos,  desgarró  los  colgantes  y  los
               trofeos  de  las  paredes,  y  manchó  los  suelos  con  un  lago  rojo.  Los  oscuros
               extranjeros eran menos numerosos que los vikingos, pero con la sorpresa del
               ataque, la primera andanada de flechas había igualado el número, y ahora, en

               el mano a mano, los extraños guerreros demostraron no ser inferiores en nada
               a  sus  enormes  enemigos.  Aturdidos  por  la  sorpresa  y  por  la  cerveza  que
               habían  bebido,  sin  tiempo  para  armarse  por  completo,  los  nórdicos
               contraatacaron  con  toda  la  ferocidad  desatada  de  su  raza.  Pero  la  furia

               primitiva de sus atacantes igualaba su propio valor, y a la cabecera del salón,
               donde  un  sacerdote  empalidecido  protegía  a  una  muchacha  moribunda,
               Turlogh el Negro cortaba y hendía con un frenesí que hacía fútiles tanto el
               valor como la furia.







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